Cultura

La filosofía del contenedor

Recientemente, en el programa televisivo matutino que conduce, una periodista de contrastada y respetada trayectoria moderaba un debate sobre el juicio al que se enfrentaban tres jóvenes que habían quemado viva a una mendiga en un cajero automático con una lata de gasolina y un mechero. Después de condenar el asesinato por activa y por pasiva, la periodista comentó que lo que los criminales no sabían es que aquella mujer a la que habían incendiado había tenido un pasado meritorio, con una carrera académica de éxito, y que terminó ya en su madurez abocada a problemas de salud mental que la condujeron a la calle. Como si la vida de esta mujer hubiera tenido más valor por este detalle y la culpa de los salvajes fuera en consecuencia mayor; como si, en el caso de que no hubiera sido así y la víctima hubiese sido una yonqui vagabunda desde los 12 años, el gravamen de la vergüenza no resultara tan considerable. En otro canal, unos famosos que participan en un concurso cantaban una canción para fomentar la solidaridad contra la pobreza: "La tierra tiene hambre, qué duro es poder sobrevivir". Una estrella archiconodísima del mismo medio entonaba con cara de pena mientras lucía un collar enorme, de gusto más que dudoso por todo el lujo que escupía.

La percepción y la interpretación de la pobreza son en sí mismas cuestiones sociales, como la misma pobreza. Maná Maná, la obra estrenada por Los Ulen en 1996 y recuperada ahora, indaga en estas cuestiones con un naturalismo atroz. La crónica de parias, como reza el subtítulo, pone al mendigo frente al público y lo deja suelto. Tan sencillo como eso. No vi, lo confieso, el montaje original (ah, era tan joven entonces), pero lo cierto es que este regreso se justifica no tanto porque las connotaciones económicas y políticas en torno a la pobreza son las mismas que hace doce años (que también), sino, especialmente, porque el impacto que produce su representación es aún mayor. Hoy, si cabe, un pobre es un bicho todavía más raro. Pero existe, es, y cómo. Uno no sabe qué pensar cuando un pobre (magnífico Pepe Quero, soberbio en su composición) cuenta sus problemas con un nazi que le persigue por todas partes con una lata de combustible y la absoluta intención de quemarlo vivo mientras buena parte del público estalla en carcajadas. No hace falta una radiografía: lo que Los Ulen logran sacar en el teatro es una respuesta social auténtica al fenómeno de la marginación.

El principal acierto, claro, es el interpretativo. Los pobres de Quero, Tous y Sandoval son de un realismo que asusta. Inspiran asco cuando escupen, molestia cuando se atragantan, sofoco cuando se muestran incapaces de explicar lo que quieren decir, cansancio cuando se ponen a echar imaginación a una historia y se niegan a terminarla cuando corresponde, lástima cuando rebañan los envoltorios, simpatía cuando cantan. Los tres encarnan a la perfección la soledad, la demencia, la desesperación callada y rutinaria que acontece cuando amanece un día larguísimo y no se cuenta con absolutamente nada para llenarlo. Lo hacen, claro, con humor, la más humana de las estrategias. Y el público ríe cuando la Morci cuenta aquella paliza que le dieron, o cuando el Mosta se enfrasca en la frase "vámonos a dormir" y no puede salir. Su trabajo es magistral: conducen al público a donde quieren con un dedo, y a la vez el respeto que muestran al espectador es extraordinario. Un regalo con cierto veneno: estos pobres son de los que provocan miedo, de los que uno se aparta cuando pasan, porque tuvieron la mala suerte de que el esquilador se fijó en ellos. Lo advierten en cada gesto: te pudo pasar a ti, me tocó a mi.

Aunque, quién sabe. Posiblemente, "esto va a dar un explotío y no van a quedar contenedores para todos". Pocos han contado con tan poco el drama filosófico.

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