Cultura

En la frontera de la frontera

XXIX Festival Internacional de Teatro. Fecha: 20 de enero. Texto: Fernando Arrabal. Compañías: Curtidores del Teatro y Proyecto Bufo. Dirección escénica: Rosario Ruiz Rodgers. Dirección de movimiento: Arturo Bernal Reparto: Arturo Bernal, Carlos Domingo, Angels Jiménez y Mercé Rovira. Aforo: Unas 400 personas (menos de media entrada).

Que haya habido que esperar casi medio siglo para ver en España un montaje de El jardín de las delicias puede deberse a muchas razones, pero una de ellas, sin duda, es que poner en pie esta obra es rematadamente difícil. Lo mejor es acudir a las fuentes y adoptar a El Bosco como materia prima, que es lo que sabiamente ha hecho Rosario Ruiz Rodgers. El Bosco fue la divinidad más venerada por los surrealistas, y también Fernando Arrabal acudió a él cuando decidió parir esta obra que escribió en la cárcel. Pero ya en 1967, y tratándose de Arrabal, la cuestión debía ser ya naturalmente distinta del surrealismo, aunque de alguna forma lo incluyera ya casi como tautología (y por más que el montaje representado ayer en el Cervantes contuviera deliciosos aquelarres surrealistas, como el lorquiano duelo de caballos a cuenta del gran cuchillo). Lo que el autor emprende es un descendimiento, una verdadera kenosis paulina, hacia las fronteras representadas en la pintura: el hombre es más hombre, si cabe, en sus límites, donde peligrosamente aspira a dejar de serlo, bien en virtud de un arrebato místico hacia cotas celestiales, bien en beneficio de cierto proceso de animalización. Arrabal adopta un discurso radicalmente gnóstico en una situación extrema, entre el espíritu y la carne. Pero la pregunta es: ¿cómo diablos se representa esto en escena?

Ayer, tras la función, el mismo Arrabal subió a las tablas del Cervantes para felicitar a los actores y brindar su propia clave: "Parece que fue ayer cuando escribí esta obra. Y creo que en ella están presentes el amor, Dios y la imaginación". Ruiz Rodgers admite que el público no tiene que comprender nada, y obra en consecuencia: la función del espectador es la de compartir los procesos que guían la posición del ser humano entre el amor, Dios y la imaginación, concretados en la creación artística. Se trata, como también señaló Arrabal, de dar a probar el modo en que se organizan los recuerdos para, a través del más libre mecanismo imaginativo (reforzado con una estancia en prisión), concluir en un objeto, la obra, que bien puede estar representada en el huevo místico con el que El jardín de las delicias echa el telón. El empeño en convertir todo este tránsito en imágenes es ya una auténtica obra de arte, un festín para los sentidos, con pasajes que invocan a El Bosco (genial su fragmentación junto a la de tenebrosos episodios históricos en las proyecciones) pero también a El Greco (en la escena del interrogatorio, posiblemente la más lograda, con la prefiguración de Cristo con la ayuda de una sábana). ¿No está uno asimilado en el otro?

Aunque el reparto resulta bastante más desigual de lo deseable, cabe subrayar el trabajo de Arturo Bernal como el hombre/bestia Zenón, así como el de Angels Jiménez, que logra resultar creíble en una descomunal baraja de registros. El viaje, de cualquier forma, no ofrece regreso. Y aquí s e encierra la grandeza de un teatro tan misterioso como, ahora sí, posible.

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