Cultura

Todos los hombres del Duque

  • Las memorias de uno de los mejores compositores de todos los tiempos son un himno a la libertad · 'La música es mi amante' apareció en 1973, un año antes de su muerte

Duke Ellington no sólo ocupa ya un lugar primordial en la historia del jazz y la cultura del siglo XX, sino que desde el pasado mes de febrero se codea con Abraham Lincoln y George Washington en los bolsillos de los norteamericanos: fue elegido por los ciudadanos del Distrito de Columbia para que su efigie adornase una nueva serie de cuartos de dólar. Es la primera vez -antes sólo había aparecido, en segundo término, un esclavo- que un negro aparece como figura protagonista en una moneda de Estados Unidos. Edward Kennedy Duke Ellington (Washington, 1899-1974), el Duque, representa, más que a una raza, casta o grupo social -categorías que, como tantas otras, empezando por la misma etiqueta jazz, se esforzó toda su vida en disolver-, los más valiosos principios que alumbraran la creación de su país: los valores ilustrados de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Todo ello, bien agitado y con unas gotitas de swing.

En este contexto, la joven editorial española Global Rhythm ha publicado sus espléndidas memorias, La música es mi amante, aparecidas originalmente en 1973, un año antes de su muerte. Aún reciente la lectura de Rumbo a la gloria -las memorias de Woody Guthrie que asimismo ha editado el sello barcelonés-, las sabrosas páginas de Ellington nos descubren rasgos complementarios de los que ofrecía Guthrie en su retrato de aquellos Estados Unidos de la Dust Bowl, la sequía que en los años 30 del pasado siglo asolara el Medio Oeste americano, agravando la crisis económica... Es otra la Nueva York de Ellington -Cotton Club, orquesta reluciente, chicas sofisticadas, sonidos exóticos-, pero idéntica la conclusión humanista que se desprende de las memorias de uno y de otro: quien aquí habla es un hombre, ni más ni menos.

Tampoco rehuyó Ellington musicar sus convicciones, guiado por una discreta religiosidad y una profunda vocación universalista. "¿De dónde soy?", se pregunta y zanja: "Pago mi alquiler en Nueva York". De su denodado interés por la integración y el mestizaje hablan títulos como Black, Brown and Beige o The Afro-Eurasian Eclipse, y en general todo el ciclo de sus suites internacionales, obras de largo aliento que se adelantan en varios años e incluso décadas al fenómeno de la fusión, sólo que en el caso de Ellington -y a diferencia de lo que ocurriría en tantos frustrados experimentos posteriores- jamás se impone lo accesorio ni lo pintoresco: digamos que prevalece el genio sobre el color local que lo inspira o estimula.

El hilo conductor de este volumen, imprescindible para cualquier amante del jazz o para quien precise comprender la música del siglo XX, es un sentimiento de gratitud constante: Ellington no deja pasar una sola oportunidad para agradecer el apoyo recibido. Y ello, lejos de hacer farragosa la lectura, constituye uno de los aciertos del libro, dibujando un panorama fidedigno y atractivo del mundo que le tocó vivir: desfilan por sus páginas, tocadas por esa gracia propia de sus arreglos y composiciones -enumeradas con tino al cabo del libro-, los músicos tutelares, amigos y familia y, sobre todo, los miembros de la organización, la mítica orquesta, que se mantuvo en pie de principio a fin, hasta el fallecimiento del pianista, en un insólito ejemplo de unión, persistencia y coherencia: Billy Strayhorn, Harry Carney, Ben Webster, Johnny Hodges, Cootie Williams, Juan Tizol, Rex Stewart, Sonny Greer, Joe Nanton, Jimmy Blanton y otros tantos héroes ellingtonianos.

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