Cultura

El hundimiento y reflote del TITANIC

  • El próximo miércoles se reestrena en versión 3D la célebre película de James Cameron, coincidiendo con la conmemoración del centenario del famoso naufragio

La tragedia del Titanic, el lujoso trasatlántico ido a pique el 15 de abril de 1912, a los cinco días de haber zarpado del puerto de Southampton (Inglaterra), fue abordada por la ficción en fecha temprana; ya en 1929 hubo un primer tratamiento sesgado del naufragio más famoso del siglo XX, Atlantic. En plena Guerra Mundial, y con fines netamente propagandísticos, la industria germana puso en pie Titanic (1943), una superproducción dirigida por Herbert Selpin y Werner Kingler, secuestrada por Göebbels y no distribuida hasta 1950; este mismo año, también bajo pabellón alemán, apareció Epilog de Helmut Kautner. En 1953, Hollywood abordó los hechos en El hundimiento del Titanic, un vistoso melodrama de Jean Negulesco; un lustro después apareció la que sería la versión más célebre del desastre hasta que James Cameron la borrara del mapa con la suya, La última noche del Titanic (1958), dirigida por Roy Ward Baker. En 1980, la historia del naufragio hizo zozobrar una ambiciosa superproducción inglesa, Rescaten al Titanic, dirigida por Jerry Jameson e interpretada por un elenco estelar, cuyo fracaso no impidió que Cameron se metiera por tercera vez en su carrera en el berenjenal de rodar la película más cara de la Historia del Cine, batiendo las cifras previas de Terminator II (1992) y Mentiras arriesgadas (1994). En 1997 vimos además La camarera del Titanic de Bigas Luna, otra historia de amor con el trasatlántico al fondo, que toca de manera esquinada el siniestro.

No son ganas de buscarle las cosquillas al asunto, pero uno no puede evitar pensar que la misma megalomanía que fletara el famoso barco inspiró la reconstrucción de la desgracia. Los anteriores éxitos de James Cameron no avalaban suficientemente los 230 millones de dólares del presupuesto -un desembolso que obligó a una alianza entre 20th Century Fox y Paramount Pictures- y mientras duró el rodaje no pocos augures vaticinaron que el film se estrellaría en las taquillas contra un iceberg de iguales proporciones al que desbarató la nave. Imagino que James Cameron no pegaría ojo más de una noche; no obstante, se salió con la suya. No sólo le dio la vuelta a tan oscuros pronósticos, sino que convirtió Titanic (1997) en la película más taquillera de todos los tiempos. Y no sólo. Además de recaudar casi 2000 millones de los susodichos dólares, arrastró con once premios Oscar, cuatro Globos de Oro, y otra treintena de galardones de diversa índole. Las contradicciones del planteamiento, sea como fuere, son palmarias. Según Cameron, para él el fin del Titanic era una metáfora exacta sobre la fragilidad de cierta idea de progreso, algo que había propuesto antes -en las dos partes de Terminator, principalmente- en películas que rendían pleitesía a la parafernalia y cacharrería más sofisticada. Esta falta de perspectiva retumba en el inconsecuente trasfondo de la trama principal, una historia de amor más grande que la vida, concebida a la manera de Doctor Zhivago de David Lean, otra película hermosa y contradictoria en la cual el Capital proponía un brindis a la Revolución de 1917(!).

¿Y cuál es la trama de Titanic? En la breve travesía de la nave, una pobre niña rica, Rose DeWitt Bukater (Kate Winslet), se enamora de un chico de Wisconsin, Jack Dawson (Leonardo DiCaprio), un joven sano e idealista reiteradamente contrapuesto al prometido de Rose, Cal Hockley (Bill Zane), pérfido y engreído hasta la náusea. Dada la naturaleza temeraria del proyecto, el elogio de la aventura es absolutamente congruente. Su canto a la humildad, en cambio, es un perifollo chirriante; la película es cualquier cosa menos humilde. Decía que Titanic llegó a buen puerto gracias a la tenacidad de James Cameron. ¿Cabría entrever al demiurgo en algún personaje? Se diría que el director se proyecta en la figura del aventurero Brock Lovett (Bill Paxton), quien, ochenta y cinco años después del desastre, escudriña en el interior del pecio a la busca de un precioso diamante, un tesoro, un éxito… Sin embargo, si me permiten la impertinencia, en donde de verdad encuentro a Cameron es en la figura de Rose, esa burguesita que osa visitar la cubierta de tercera clase -en un viaje de ida y vuelta, por descontado- para conocer de cerca las alegrías del proletariado.

He mencionado, y no por capricho, David Lean y su Doctor Zhivago; fueron los modelos confesos de Cameron al emprender el proyecto. Al igual que en Doctor Zhivago, Titanic nos cuenta una historia de amor truncada por una contingencia imprevisible; y la verdad es que, aunque no llegue a la altura de Lean, Cameron demuestra el buen pulso de los grandes narradores de antaño. Rose, ahora una venerable ancianita de 101 años (Gloria Stuart), evoca los días del ayer con los ojos del ayer; reflota el trasatlántico con el recuerdo, revive aquellos cinco días, en todos los sentidos, inolvidables. En su primera mitad, el relato entrelaza los diversos jalones de un enamoramiento (el intento de suicidio de Rose, la cena en primera clase que Jack acepta en pago por haberla salvado, el distanciamiento de ella cuando intuye que está enamorándose de un don nadie, la consumación física del amor) antes de que el destino, en forma de iceberg, malbarate el romance. Creo no aguarle la sorpresa a nadie si cuento el final: Jack se sacrifica por Rose y ella le promete, nobleza obliga, que llevará adelante cuantos planes habían hecho juntos, apenas unas horas antes.

A pesar de su tendencia a la simplificación y de la endeblez dramática de algún personaje, Titanic derrocha algo esencial: ganas de contar una historia, ganas de que ésta toque fibras sensibles del espectador. James Cameron suma acción y emoción con acierto, y lo tendrá difícil a la hora de superar algunas de las fantasmagóricas imágenes de este film, de un intenso dramatismo, como aquel momento en que un bote atraviesa un mar silencioso y oscuro, cubierto de cadáveres vestidos con esmoquin y chaleco salvavidas. Una escena que vale por sí sola toda una película.

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