Cultura

Un libertino galante

  • El sello Atalanta publica, espléndidamente traducidas y anotadas por Mauro Armiño, las memorias de Casanova · Son páginas memorables dirigidas por el gozo de vivir

Las memorias de Casanova, su colosal Historia de mi vida, asomaron al siglo cuando ya lo habían hecho las Confesiones de Rousseau, la Autobiografía de Franklin y la temprana Vida de Torres Villarroel, tan semejante a Casanova en muchos aspectos. Cincuenta años después, se dará a las imprentas las Memorias de Ultratumba de Chateaubriand, vizconde de lo mismo, cerrando así el dilatado círculo de la ilustración burguesa y su violento ápice jacobino. Hay, sin embargo, una distinción a favor del veneciano, que el estupendo Azúa señala en su prólogo. En la Historia de mi vida es la elasticidad de un cuerpo, la turbulenta alegría, el gozo de vivir, aquello que dirije estas memorables páginas. A lo cual hay que añadir otra singularidad muy atractiva a ojos del lector. Gracias a la curiosidad de Casanova y su febril itinerancia, es el XVIII todo, desde el fasto de las cortes europeas a la modesta intimidad de una doncella, lo que aquí se detalla con ardiente y fervorosa minucia.

Venecia, Roma, Constantinopla, Viena, Berlín, Ginebra, Londres, Petesburgo, Varsovia... Es infinito el número de ciudades que transitó Casanova, bien como figura adinerada y célebre, bien como prófugo arruinado por su afición al juego. En Casanova encontramos la encarnación, llevada hasta un exceso inverosímil, la novedosa figura del hombre hecho a sí mismo, del buen burgués aupado sobre sus méritos, cuya hora se aproxima con estrépito de guillotinas. ¿Y cuáles son los méritos de este aventurero del Setecientos? Probablemente, la audacia, el encanto, una enérgica posesión del mundo, sumados a una inteligencia rauda, a un temperamento alegre y a una resuelta desvergüenza. Sin duda, son sus lances amorosos aquello que ha perdurado con mayor eficacia en la memoria de los hombres. Incluso Fellini nos presentó a un Casanova más cercano a la escenografía mecánica de Sade que al vigoroso y fértil enamoramiento del joven Giacomo. Casanova no es, como el libertino Dolmancé, un hombre cegado por el poder y su representación erótica. No hay aquí ese aciago determinismo animal que se despliega en Justine o en la Filosofía en el tocador. Muy al contrario, en Casanova hallamos el triunfo del albedrío humano, y la expresión del amor (un amor libérrimo y dichoso, no sujeto a convenciones), como su más noble heraldo. Sin embargo, no es sólo el amor, las numerosas aventuras que aquí se glosan con impudor y delicadeza, lo que convierten a Casanova en símbolo desmesurado de la burguesía. Es también su itineracia por oficios y estados, pujando contra el secular estatismo de la nobleza y el clero. Hay un Casanova violinista, militar, abogado, seminarista, poeta, pensador, científico y soplón, como hubo un Casanova estafador, cuyos conocimientos de la Cábala y la alquimia le permitieron extraer grandes sumas de dinero de la credulidad y el tedio de algún patricio. De ahí el antagonismo declarado, y su interés por desenmascarar a sus dos grandes competidores en este peligroso oficio: el Conde de Saint-Germain y Cagliostro, el también italiano Giuseppe Balsamo. De ahí también el parecido de época entre Casanova y Torres Villarroel, cuya deriva existencial (torero, bordador, músico, astrólogo, religioso, catedrático de matemáticas), le llevó a convertirse en oráculo de fama con el nombre Gran Piscator de Salamanca. No obstante, lo que prima en Casanova es la alegre concepción del hombre, de la Naturaleza, de su siglo, y la toma del placer como guía más segura en sus azarosos pasos por el globo.

Si en Chateaubriand es la melancolía (y una grandeza agónica) lo que mueve su escritura, en Torres será un terror cosmológico y la abrasiva necesidad del Más Allá. Por su parte, Franklin es el escrupuloso contable de sus logros, guarecido por una benévola distancia. La Historia de mi vida, sin embargo, viene atravesada por la insistente presencia de un yo tan colosal como optimista. Un yo, el de Casanova, cuya seguridad en sí mismo le permite acercarse con natualidad a Voltaire, a Mozart, a Catalina de Rusia, al desdichado Winckelmann, a las cabezas más eminentes de su siglo, con el aplomo y la ligereza, con la cordialidad galante de un hombre de mundo. Por paradójico que resulte, este leal amador de las mujeres intervino en el libreto del Don Giovani de Da Ponte y Mozart. Pero también es cierto que este hombre libre, que este alma encendida y errática, frecuentó en demasía las prisiones de Europa, siendo su prisión y fuga más notoria la de Los Plomos de Venecia, unida al palacio ducal por el ominoso Puente de los Suspiros. Si bien es cierto que Ruskin fijó la imagen de Venecia que hoy conocemos, excrutando gárgolas y ojivas durante años de castidad reconcentrada, en Casanova encontramos una Venecia viva, crepuscular y suntuosa, anterior a la fabulación del inglés en su Stones of Venice. En esta Historia de mi vida, espléndidamente traducida y anotada por Mauro Armiño, disfrutaremos con la pose galante y el educado desenfreno de un hijo de la Serenísima. Hasta última hora, Casanova esperó el perdón del Dogo para volver a sus canales. Y con esa gracia palaciega murió en el destierro, en la fría Bohemia, viejo y demente, acogido a la distante caridad del conde Waldstein. Era junio de 1798. Y en Francia se había decapitado al mundo antiguo.

Giacomo Casanova Traducción de Mauro Armiño. Editorial Atalanta. Gerona, 2009. 3577 páginas. 120 euros

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