Cultura

La lógica de la manada o el auténtico Hollywood

  • 'El séquito' es, más allá de sus instrucciones sobre las cocinas del 'business', un crisol de personajes fabulosos

Existen muy pocas series que hayan abarcado un arco generacional como lo ha hecho El séquito. Ese complaciente (por reducido y variopinto) grupo de amigos de la infancia que se criaron en lo suburbios de Nueva York, creció durante ocho años convirtiendo Los Ángeles en su patio de recreo. Entre las brutales bacanales y romances tan trascendentales como poco duraderos, la serie ha perfilado el retrato de una estrella del cine estudiando sus flaquezas y debilidades, que, en gran parte, recaían en su grado de inmadurez. Pero no sólo el de Vince, protagonista y marginado epicentro de la serie, sino el de todo su séquito. Se muestra lo miserable que puede ser el efecto de las rencillas personales y financieras del mundillo sobre un pequeño grupo de personas que se han criado en la inocencia.

Por ello, Doug Ellin, creador de la serie, dibuja los triunfos de sus personajes con moderación. Trabaja con este proyecto como si lo hiciera, a priori, con un producto vacuo, fácil de digerir y fácil de olvidar, pero la involuntaria estética de documental resalta los guiones y las interpretaciones como rasgos puramente idiosincráticos del séptimo arte. Pero no por ello todo suena a melodramático, emotivo o típicamente falso. Al contrario, las piezas se unen con realismo, fiereza e impacto. Sus descacharrantes situaciones y sus acertada escritura pueden catalogar a El séquito de comedia, pero no está de más matizar que consiste en una comedia humana. El éxito y las meteduras de pata del grupo siempre se tratan bajo un matiz de aprendizaje, de errores que les hacen crecer a medida que los cometen. Pero la serie acierta en el hecho de tratar un error absoluto como una decadencia para el que lo ha cometido, de forma que el realismo se acentúa sobre sus consecuencias. Se trabaja con un humor poco sutil pero escrito con mimo tanto hacia el espectador como hacia sus personajes. Se busca cuidar los lenguajes de todos ellos, desde el tono moral del pepito grillo del grupo, Eric (un Kevin Connolly espléndido) hasta la inmadurez del Johnny Drama de Kevin Dillon. Mención aparte merecería el no tan implacable Ari Gold, magnífico espejo del doble rasero ideológico persistente en Hollywood. Con este personaje, Jeremy Piven, que ha conseguido tres premios Emmy consecutivos y un Globo de Oro, estructura una figura imponente, atractiva, definido por su capacidad para lidiar con los problemas, adaptarse y dominar la situación. Sus flaquezas emocionales se describen como el lado de su vida que nunca ha acabado de dirigir, cuando, irónicamente, esa es su meta en la vida. Por otro lado, la interpretación de Piven es demasiado perfecta y humana; su histrionismo realza esa sensación de estar viendo, no una recreación, sino la auténtica realidad escenificada en un documental. La química entre todos los protagonistas se puede incluso respirar, en una serie escrita con atino y representada con naturalidad.

El séquito avanza, crece y madura hasta ofrecer un inmenso cuadro de personalidades y una sola realidad que estos comparten. El espíritu de asamblea y amistad establecido entre ellos dota al show de una atmósfera placentera, relajante, tan desprovista de pretensiones como armada de inteligencia a la hora de recrear, fielmente, los entresijos y la maquinaria detrás del Hollywood que ofrecen las revistas sensacionalistas. Ahí están las influencias, los odios y, en definitiva, el lado más humano de los que habitan en ese Edén de egos que tiene por nombre Los Ángeles. Cuando alguno de los miembros del séquito abandona la manada, se pierde en un mundo oscuro y voraz, alejado de la supuesta belleza y perfección que se le ha otorgado tan falsamente. Por ello fracasa y vuelve al amparo de sus colegas para poder equivocarse a su lado. HBO creó con esta ficción bastante poco ficticia una de las series más entrañables y uno de los placeres más irresistibles de una generación televisiva acostumbrada a la mala comedia y al humor fácil que tanto sigue triunfando con las tan conocidas sit-coms de turno.

Con El séquito, el espectador se encuentra con un retrato fresco, simpático y tan familiar que le invita a quedarse con él sus ocho temporadas, viviendo y malviviendo entre los enseres laborales de uno de los negocios más miserables. Aquí no se deja nada a la sombra, y se trata con el habitual poso que posee HBO para recrearse en las asperezas que se suelen dejar de lado. Este es el auténtico Hollywood, contado por eternos personajes que han dejado en evidencia la apariencia del business. Memorable hasta su idílico final.

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