Cultura

El lugar que (nos) corresponde

  • Al maquillar la 'realidad real' y transformarla en una 'realidad ficción' construimos un escenario en el que una parte de la población no encaja, no se siente reconocida ni valorada

El Premio Nobel de Literatura 2017 ha recaído en el escritor británico Kazuo Ishiguro, autor de, por destacar alguno de sus títulos, Lo que queda del día (Anagrama, 1989), llevada al cine por James Ivory; y Nunca me abandones (Anagrama, 2007), novela distópica que adaptó para la gran pantalla el realizador de videoclips Mark Romanek, título que reflexiona sobre el destino de tres jóvenes cuyas vidas, a priori, estaban programadas para ser útiles, por su naturaleza y origen, a otros. Quizá por cierta inercia colectiva, por la pasión y controversia que ha despertado El cuento de la criada (Salamandra, 2017), pero especialmente por ser ese acicate que ha permitido recuperar debates urgentes sobre la realidad y práctica de los derechos humanos, estaba totalmente convencida de que Margaret Atwood iba a ser reconocida con tal honor. También, y debo ser sincera, porque la Academia Sueca, desde que comenzara con la concesión de este galardón, en 1901, sólo ha distinguido a catorce escritoras con el Premio Nobel y cuesta mucho creer que, en algo más de un siglo, la contribución de la mujer al ejercicio de la literatura sólo merezca ser reconocida por la voz y trayectoria de catorce escritoras. Una tiende a pensar que, en algún momento, esa asimetría que alimenta el canon -maquinaria perversa de perfecta precisión- se corregirá, que, en algún instante, esa voluntad consistente en perpetuar roles y categorías patriarcales dejará de excluir el legado incendiario de autoras que no sólo dignifican el oficio de la escritura sino que son responsables de obras fundamentales para entender qué sucede sobre el suelo que pisamos, para comprender qué somos y cómo nos relacionamos entre nosotros. Porque la literatura debe ser eso, una herramienta que ayude a analizar sociedades e individuos, que se convierta en interrogante contundente para con el tiempo que atravesamos. Si no se corrige esa asimetría, si esa voluntad que invisibiliza la labor de las mujeres a lo largo de la historia no se corrige, mostramos parcialmente la realidad y sus variables, reducimos nuestro mundo a parámetros propios de la masculinidad, sin matices, lo hacemos mucho más pequeño, frágil y leve. Al maquillar la realidad real y transformarla en una realidad ficción, construimos un escenario en el que una parte de la población no encaja, no se siente reconocida ni valorada y cuya contribución -y creo que esta es la parte más divertida- se considera dirigida exclusivamente a sus iguales: la mujer escribe para otras mujeres mientras que el varón escribe para la humanidad -aunque sus temas literarios hablen, en la mayoría de los casos, de otros hombres que hablan con otros hombres a los que les suceden cosas de hombres que sólo los hombres comprenden y eso, ni más ni menos, es escribir para la humanidad-.

Pero volvamos a El Cuento de la criada, mejor dicho, hagamos carne uno de los principales motivos que ha hecho de esta obra una de las novelas del año -con la inestimable ayuda de la serie de TV-; en primer lugar, hay que recordar que Atwood publica este título en 1985, cuestión que la hace todavía más interesante ya que ha sido capaz de adelantar asuntos tan polémicos como la mercantilización del cuerpo de las mujeres a través de la denominada maternidad subrogada, proceso que nos reduce a mecanismo reproductivo, nos arrastra y aísla al plano de lo objetivo, precisamente, en una sociedad cuyas coordenadas destacan por ordenar lo objetivo desde la subjetividad. La corriente política, tanto nacional como europea, más cercana al neoliberalismo reclama su regulación, intención que encierra claros intereses comerciales que se alejan, radicalmente, de los valores y generosidad a los que recurren en su defensa.

Considerar que la maternidad subrogada puede ser regulada implica otra fractura

Considerar la maternidad subrogada una actividad económica que puede ser regulada implica una nueva fractura en la relación de la mujer contemporánea con el presente, una fractura que se traduce en asimetría ya que el objeto del contrato sería el propio cuerpo de la mujer, fractura que hace nuestro mundo más limitado y pequeño, y que implica un concepto nada superado: ser consideradas ciudadanas de segunda. Para quien quiera profundizar en este asunto y, sobre todo, consolidar argumentos contra el capitalismo feroz que se cuela por cada ámbito de nuestra intimidad y privacidad, haciendo de lo privado una cuestión pública, recomiendo leer Hij@s del mercado. La maternidad subrogada en un Estado Social (Cátedra Feminismos, 2017), de María Luisa Balaguer: "Al igual que la persona que ejerce la prostitución, o que aquella que por su escasa estatura sirve de diversión grotesca, la mujer que alquila su vientre no está ejerciendo libremente un derecho, sino vendiendo su cuerpo por un precio. Ahora bien, el daño que sobre este cuerpo puede sobrevenir, en términos de salud y dignidad, no debe ser permitido por el Estado legalizando y dando carta de naturaleza a un intento de hacer soportar nuevamente sobre la mujer el coste reproductivo". En este ensayo su autora reflexiona, con firmeza y rigor, a lo largo de varios capítulos, sobre los vientres de alquiler, su efecto en la dignidad de las mujeres, su traducción en el ámbito de la igualdad de género, su relación con la sanidad pública y, por ende, con el Estado, que debe velar por los derechos fundamentales de quienes lo componen.

"El control de las mujeres y sus descendientes ha sido la piedra de toque de todo régimen represivo de este planeta. Napoleón y su carne de cañón, la esclavitud y la mercancía humana, una práctica eternamente renovada". Estas palabras de la Atwood, en la introducción a la edición de 2017, refuerzan el armazón de su endiablada poética, porque tras esa suerte de exhaustiva y exhausta radiografía de la contemporaneidad -travelling que la lleva a tratar, narrativamente, la pérdida de los derechos civiles, la vulnerabilidad de las democracias, el negacionismo, el ejercicio de la violencia sobre las mujeres, las teocracias- subyace la preocupación de su autora por nuestra incapacidad para aprender de la historia, nuestra incapacidad para engendrar nuevos órdenes sociales, políticos y económicos que sean inclusivos, en los que la mujer no sea esa moneda de cambio, siempre obligada a debatirse entre identidad y cuerpo. Por ello, cuando la protagonista de El cuento de la criada, Defred, verbaliza su nombre, June, afianza su identidad; porque cuando ella se nombra, cuando June aparece en el gimnasio, como un susurro, como un eco imperceptible, reafirma ser mucho más que un cuerpo, se encuentra a sí misma como mujer libre, inteligente, capaz de amar, gozar y vivir, capaz de encontrar su lugar en el mundo cuando se nombra.

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