Cultura

La noche que ardió La Aduana

  • La revista 'Jábega' recuerda en su último número el incendio que el 26 de abril de 1922 convirtió en pasto de las llamas la entonces sede de la Diputación provincial de Málaga ·28 personas murieron en el siniestro

Si por lo general Málaga exige altas dosis de paciencia a sus ciudadanos, el Palacio de la Aduana es directamente carne de retraso. Las obras que transformarán el edificio en el Museo de Málaga debían haber comenzado hace un año, según los planes del Ministerio de Cultura, pero el proceso continúa atascado mientras éste y el Ayuntamiento resuelven los trámites necesarios para la emisión definitiva de la obligada licencia municipal. La cuestión es que, históricamente, el edificio puede considerarse exponente del más gravoso gafe malagueño, condición que se remonta a mucho antes de la constitución de la plataforma La Aduana para Málaga. El episodio clave en este sentido se produjo la madrugada del 25 al 26 de abril de 1922, cuando un incendio convirtió el inmueble en pasto de las llamas y costó la vida a 28 personas. El suceso regresa ahora a la actualidad gracias al último número de la revista Jábega, publicada por la Diputación provincial, a través de un artículo del bibliotecario Antonio Lara Villodres.

Precisamente, la Aduana, cuya construcción comenzó en 1791 por orden de Carlos III, acogía las dependencias de la Diputación de Málaga desde 1839. Para bien o para mal, el edificio había vivido de manera directa los trances políticos más importantes de España: si en 1862 había sido designado como lugar de descanso de los Reyes, la Revolución de 1868 y la proclamación de la Primera República en 1873 provocaron tumultuosas revueltas callejeras que se cebaron especialmente en el palacio, con invasiones, quemas de libros y documentos y diversos asaltos violentos. Aquel 25 de abril de 1922, como cuenta Lara Villodres, la ciudad respiraba una aguda tensión tras las acciones de hostigamiento de los rebeldes de Abd-el-Krim contra las posesiones militares españolas en el norte de África, de las que dio cuenta la prensa aquel mismo día. Llegaban a Málaga los primeros heridos trasladados desde la zona de campaña y la Diputación prestaba especial atención a las noticias que llegaban desde la otra orilla. Por entonces residían en la Aduana de forma habitual 72 personas, la mayoría funcionarios trasladados desde diversos puntos de la provincia y sus familias. Tras una jornada agotadora por la alerta y la incertidumbre, el ambiente se relajó caída la noche en el edificio. Pero aquella madrugada habría de convertirla en una ratonera de fuego.

Según los testimonios de algunos supervivientes, el incendio se originó en la buhardilla del ángulo que quedaba frente al Parque en torno a la 1:30. Las llamas se expandieron con rapidez y cinco horas después habían consumido todo el inmueble. Los materiales altamente inflamables con los que había sido construido, esencialmente madera tanto en el pavimento del primer piso como el del segundo, así como el entramado de vigas que sostenía el alto tejado a dos aguas, favorecieron esta fulminante propagación. La techumbre de las dos escaleras principales, formada por bóvedas falsas, ardió en pocos minutos desplomándose sobre los tramos inferiores. La buhardilla, constituida por amplios corredores y un alto techo donde se distribuían los cuartos en que vivían hacinadas las familias de los funcionarios, también estaba construida en madera, al igual que las paredes ligeras que separaban cada uno de los cuartos. Las consecuencias resultaron fatales: al desatarse la tragedia de madrugada, no hubo vigilantes ni guardias que alertaran del incendio, por lo que las llamas crecieron con total impunidad. Los residentes se vieron atrapados y las opciones para escapar eran pocas más allá de lanzarse al vacío, ya que la pequeña y estrecha escalera de acceso a la buhardilla, también construida en madera, presentaba unas dimensiones inadecuadas al tratarse de la única vía practicable. Veintiocho personas murieron irremediablemente. No faltaron héroes, anónimos o conocidos, que se jugaron la vida para salvar a los más indefensos; ni casos milagrosos como el del niño Pepito González Cabello, que resultó ileso después de arrojarse desde lo alto y caer a la acera.

El equipo de bomberos que intentaba hacer frente al desastre fue increpado por los vecinos a pie de calle, y el propio alcalde de Málaga, Briales López, fue abucheado al llegar a la Aduana. De hecho, durante los días posteriores a la masacre se acusó desde diversos medios de comunicación nacionales y locales al Ayuntamiento de haber enviado efectivos sin el material necesario. Pero ya en 1913 el Gobierno había prohibido la utilización de instalaciones oficiales para vivienda. Tanta negligencia abrió las puertas del infierno.

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