Cultura

La orgía de la postmodernidad

Viendo Un dios salvaje anoche en el Cervantes, lo primero que se me vino a la cabeza fue el experimento sobre la obediencia a la voluntad del psicólogo norteamericano Stanley Milgram. Quizá lo recuerden: Milgram seleccionó a un grupo de 37 individuos que creían que iban a participar en una investigación sobre la reacción orgánica a la violencia. El psicólogo les pidió que sometieran a una persona anónima (en realidad un actor) a los más diversos sufrimientos mediante varios mecanismos a distancia (no había contacto inmediato) tras convencerles de la absoluta legalidad del proyecto y el amparo que les protegía. La mayoría de los 37 accedieron sin reparos y no dudaron en infringir severos castigos a un desconocido sólo porque una determinada autoridad académica había sustituido a la autoridad ética y legal. Algunos incluso insistieron a sabiendas de que su conducta podía acabar con la vida de la cobaya, que fingía el dolor con gritos contundentes. La conclusión fue clara: en el fondo, no somos tan distintos de nuestros antepasados. La disposición a acabar con la vida de alguien y la contraria son una simple cuestión de obediencia.

El maravilloso texto de Un dios salvaje, quizá la mejor obra de Yasmina Reza, ahonda en esta percepción. La autora francesa delata la fragilidad de los convencionalismos postmodernos de Occidente, los que invocan una determinada calidad humana al amparo de la cultura, la profesionalidad y la prosperidad, para denunciar hasta qué punto el individuo, cuando se siente legitimado, es capaz de responder mediante la violencia. Y lo hace sin que suceda un solo golpe. Dos matrimonios cuyos hijos han mantenido una desagradable pelea en un parque (y con los roles de víctima y verdugo a priori bien definidos) deciden reunirse para discutir la mejor solución a tan fea situación. En los primeros compases de la obra se distinguen dos planos: uno que descansa esencialmente en el texto, que presenta a los personajes con sus estrategias aprendidas, y otro basado en gestos, guiños y reacciones naturales, donde se adivinan las verdaderas intenciones. Pronto, sin embargo, ambas esferas empiezan a confundirse. El resultado es una batalla donde los cuatro protagonistas deciden prescindir de las formas y revelarse en su humana honestidad, como una orgía en la que los cuatro se descubren y se denuncian a sí mismos, con la violencia explícita en vómitos, móviles arrojados a los floreros y reglas domésticas continuamente violadas. Sin la obediencia a la autoridad represora, asumida o impuesta, el resultado es siempre el mismo: la guerra.

Con Un dios salvaje, Tamzin Townsend regresa a los gurús de la literatura francesa actual (ya probó suerte en su fallida lectura de Pequeños crímenes conyugales, de Éric-Emmanuel Schmitt, texto curiosamente complementario del que aquí nos ocupa) y lo hace en su mejor registro, el que aparenta la comedia pero continuamente masca la tragedia. Bajo una escenografía a lo Frank Gehry que subraya la catarsis de postmodernidad aunque termina resultando más opaca de lo deseable, Townsend imprime a la acción el ritmo correcto, dejando sabiamente que el texto fluya, pues, en gran medida, Un dios salvaje es una obra sobre el lenguaje, sobre el poder del eufemismo, sobre la ira que pueden encerrar las palabras y los sentidos que se les atribuyen. Mientras la comedia se acentúa sobre todo en las réplicas, la verborrea a menudo inútil que termina convirtiendo en verdadero dilema existencial un asunto aparentemente inocente contiene un desolador reflejo de la impotencia humana para resolver los problemas de la especie cuando su resolución requiere la complicidad del otro. En este sentido, la traducción de Jordi Galcerán resulta fértil tanto en la adopción de un humor cómplice con el público (aunque sea a la vez devastador, como el que practicaba Samuel Beckett) como en el equilibrio a la hora de demostrar que cuando cada personaje habla manifiesta al mismo tiempo dos cosas: lo que dice y lo que realmente quiere decir.

El colorido reparto responde con soltura a lo esperado. Sánchez-Gijón, Verdú, Molero y Ponce construyen cuatro personajes gruesos, muy marcados, con registros predecibles que sin embargo van materializando en la escena, y con inusitada delicadeza, su particular metamorfosis: tras la crisálida, el cordial ser humano de la cultivada Europa del siglo XXI se transforma en el caníbal dispuesto a la yugular del contrario. Con una sonrisa, eso sí, entre los labios.

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