Cultura

"La primera vez que resucité a un muerto..."

  • La editorial Alfama publicará en octubre 'Lázaro en Babilonia', la primera novela de Pablo Bujalance, redactor de 'Málaga hoy' · Este adelanto recoge el primer capítulo

LA primera vez que resucité a un muerto tenía quince años. Mi tía Isabel, o lo que quedaba de ella, reposaba detrás de una vitrina sucia de huellas de dedos y frentes, dentro de un ataúd abierto sobre una camilla bajo la que habían encajado ramos de flores mustias. Fuera, en la pequeña habitación de lamparitas halógenas, olía a detergente y esperábamos que todo terminara cuanto antes. Mientras mi padre se rascaba el bigote y discutía con hombres que apenas me resultaban familiares sobre lo que tuvo que pagar para adquirir cierto artilugio, yo, el narrador, concluido mi seguimiento de una mosca que viajaba de un extremo a otro del cuerpo de mi tía, repasaba un libro de condolencias en el que nadie había reparado e imaginaba, allí impresas, las firmas de personajes por mí admirados que en mi fantasía habían acudido al funeral: Tarzán, Carlos Gardel y alguna que otra Ornella Muti sin sujetador aguardaban también de pie junto a la pared, pero solemnes y callados, como correspondía. En algún momento la situación me pareció ridícula. Volvía a inventar juegos enfermizos para apartarme de los adultos y crear mundos de fiebre cuando lo apropiado, según lo que mi padre ya me había recomendado, era compartir con ellos sus aburridas conversaciones. No me apetecía en absoluto, pero no hacerlo provocaba en mí una molestia salpicada de picores. Nadie tenía allí quince años. Nadie podía asomarse siquiera a las cosas que estimulaban mi atención. Yo hojeaba las páginas en blanco del pequeño volumen forrado de azul y algunas señoras pasaban con sus muecas y murmuraban "pobre, está en la edad". Ubicado en cierta posición fetal, los picores se enardecieron en los pies y me quité los zapatos. Saqué unas fotos de mi cartera y repasé el columpio que mi padre amarró en un árbol, lejano ya y seguro seco o incluso talado para leña; un primo que apareció un domingo y que se llamaba Julio, abrazado a mí, acaparando la capacidad de la lente con sus enormes ojos, junto a los cuales los míos se reducían a guisantes; algún partido de fútbol en el que mis amigos alabaron, de nuevo, la suerte de mis guantes en la portería; la familia completa y en el centro otra tía mía, Rebeca, más joven, a la que había visto desnuda en varios ríos. Todo aparecía en su sitio pero difuminado, transparente. La vida se agotaba y el papel de las instantáneas se iba revistiendo de color amarillo: ya no era un niño. Me había transformado en una criatura parada y babosa de quince años. Descalzo, me incorporé, avancé entre la gente como por un bosque de estatuas y me estrellé, de nuevo, contra la urna que protegía a mi tía de la corrupción a pesar de las moscas. El primer dolor se anunció severo.

Pocos vicios despertaban en mí tanta lascivia como los pasteles que ella cocinaba. Muchas tardes me dejaba caer por su casa y, como solía encontrar la puerta abierta, entraba sin llamar, seducido ya por los aromas que me relajaban al instante. Sólo tenía que atravesar el salón sombrío y sortear los retratos de mi tío, que murió asesinado por un ladrón, para llegar a la cocina. Junto al horno Isabel permanecía de pie, mostrando sus tobillos prominentes, su pelo canoso que terminaba bruscamente en la nuca y los hombros huesudos, ya fuera verano o invierno. Percibí en alguna ocasión que le temblaban las manos, pero me pareció que este movimiento confería más sabor a las masas y cremas que corrían por sus brazos. Si mi tía tomaba el rodillo, yo me sentaba en el suelo y abría la boca, extasiado; si inyectaba la crema pastelera en un molde aún caliente, yo me metía debajo de sus faldas y procuraba aspirar hondo para no perder detalle. Me esforzaba por encontrarme siempre cerca de la harina que empolvaba su delantal cuando el timbre anunciaba que la cocción había finalizado. Luego, ella me conminaba a esperar el reposo del dulce, pero el límite de mi paciencia se deshacía cuando mi meñique apretaba la textura esponjosa de aquellos suaves acantilados. Se irritaba si tomaba un trozo directamente con las manos, pues los cubiertos solían estar ya colocados en la mesa. Yo trataba entonces de apaciguar mis ansias y ajustarme al correcto desarrollo del proceso, porque sabía que así ella disfrutaría hasta la carcajada viéndome comer sus delicias. Acostumbraba a ofrecerme siempre el mismo tenedor, grande e incómodo, cubierto con una capa de esmalte dorado que impregnaba la lengua de un gusto metálico. El mantel de encaje se extendía impoluto y la silla en que me sentaba perdía cada vez más fibras de anea, pero aún resultaba cómoda para aquel oficio. El primer bocado estallaba en el paladar como un géiser: si debajo de la canela y el bizcocho irrumpía de pronto alguna gelatina, mazapán o grumo de vainilla, la conmoción podía durar algunos minutos. Luego proseguía mi labor mientras Isabel acariciaba mi cabeza peluda. Llegué a comer en aquella cocina tartas enteras. Nadie celebraba sus pasteles tanto como yo, así que mi tía disponía para mí gustosa, casi a diario, los mejores tesoros de sus despensas. Tanto nos sacudió aquel amor que decidimos mantenerlo en secreto. Mis padres pensaban que yo entrenaba todas las tardes en algún equipo de fútbol del barrio. Por eso, y porque siempre regresaba extenuado y rendido, mi gordura comenzó a extrañarles como otros tantos misterios que nunca se atrevieron a resolver.

Pero ahora mi tía respiraba como los muebles. No habría más bollos, más chocolates ni más azúcares espolvoreados sobre magdalenas de gusto a limón. Sacudí de nuevo mi fachada contra el cristal, esta vez conscientemente, y me pareció que millones de mariposas salían revoloteando. Había admitido en largas confesiones rezadas a Dios de rodillas junto a la cama en noches insomnes que no volvería a acaparar la atención de mis mayores, que nadie parecería tan condescendiente en el futuro, que los regalos habrían de tener una justificación para no ser rechazados, que no escatimaría en tributos y honores a mis amigos para que me admitieran como tal entre ellos, que a las calumnias por mi forma redonda y mi risible estado físico, confinado en la portería, respondería con un silencio propio de personas maduras, incluso que abandonaría la costumbre de tumbarme en calzoncillos en el suelo de mi casa para combatir el calor durante los meses de vacaciones. Todo eso. Pero no estaba dispuesto a admitir que nunca volvería a encontrar a mi tía Isabel cocinando en su horno aquellos pasteles para mí. ¿Qué más me quedaba por perder? ¿Acaso tener quince años significaba salir a la calle con los bolsillos vacíos y esperar a que en cualquier esquina alguien me sacara los ojos? ¿Anclarme como un espantapájaros en un campo de trigo seco sin un solo placer que llevarme a la boca? No me di cuenta de que pasé de negar con el cuello a hacerlo a viva voz, con gritos cada vez más desesperados que alarmaron a quienes permanecían todavía en aquella sala junto a la muerta. Alguien, creo, me sujetó por detrás porque las sacudidas me elevaban ya con violencia sobre el suelo, pero me soltó, seguramente asqueado, cuando mis manos se abrieron por la línea de la vida y comenzó a manar de ellas sangre abundante. Sangre que hoy sé que no era mía, pero sangre, tan sucia y roja como la de las terneras. Entonces recuperé plenamente la cordura y me percaté del dolor que sentía, de la amargura que provocaba en mis entrañas la certeza de que ya no comería más budín de fresa, de la hiel que se derramaba en mis labios mientras unos clavos largos y herrumbrosos atravesaban mis palmas con la violencia de un verdugo bizco y sin dentadura. Sabedor de mis tormentos, como el torturado al que obligan a permanecer despierto, alcancé el punto luminoso en el que el cuerpo ya no ofrece resistencia al dolor. Pensé en el mar. No volví a hacerlo para uno solo de mis resucitados, pero frente a Isabel dibujé en mi seso un mar de olas verdes y negras, un océano abismal, sin costas, de cuyas mareas huían las ballenas y a cuyo fondo yo me veía abocado, tal vez con una piedra al cuello, una soga en las muñecas y el cotidiano milagro de la pulsación corta, pausada hasta hacerse nula. Fugazmente, en aquella corriente de sangre y agua, casi preferí inclinar mi mirada al vacío y expirar por último a ser un hombre adulto. Abrí la boca hasta que sus comisuras reventaron en otras pequeñas líneas rojas y escuché una nueva voz, grave y solemne que, para mi sorpresa, habló casi a la manera del susurro para pronunciar mi primera blasfemia: "Isabel, levántate". Me desplomé y de inmediato arranqué a llorar, no como lloran los niños, sino con los ojos hinchados por expulsar lágrimas a la manera de surtidores desbocados. Debí quedarme un poco atontado, de nuevo como el lerdo que acostumbraba a parecer. El espectáculo de mis manos heridas me devolvió un poco a la situación, pero definitivamente comprendí y asimilé cuanto había ocurrido cuando escuché los gritos y vi a mis padres y mis madres sofocados, huyendo como demonios de la estancia, cayendo en redondo como peonzas o contemplando lo que aparecía tras el grueso vidrio. No era yo el objeto de su turbación. Me incorporé como pude, magullado por varios sitios, y descubrí a mi tía Isabel sentada en su ataúd, limpia, serena, feliz como si aquel atracador no hubiera acuchillado a su esposo para llevarse un sobre repleto de billetes de banco. Sacó las piernas de la tumba con un grácil movimiento y saltó, divertida, hasta quedar en pie. Luego avanzó, abrió la puerta y accedió a nuestro cuarto de espera. Reparé, no lo había hecho antes, en el vestido verde con el que la habían amortajado, ancho de pecho y estrecho de cadera, pero mi tía sabía cómo conservar su elegancia incluso cuando no todo jugaba a su favor. Sus hijos no la reconocieron. Pero yo sí. Avanzó, se inclinó hacia mí mientras acariciaba otra vez la pelambre de mi cráneo, tan pequeño era yo a su lado, y escuché al ángel: "¿Eres tú? Ahora mismo voy a prepararte una tarta de frambuesas. Para ti solo". Miré a sus ojos y encontré un cielo añil en el que las nubes formaban mi nombre. Me llamo Lázaro.

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