Crítica Danza - Solo y Amargo

La soledad no era esto

Teatro Cervantes. Fecha: 12 de junio. Coreografía y baila: Rafael Amargo. Cante: Maite Maya y Saúl Quirós. Guitarra: Mario Montoya. Piano y acordeón: Jesús Pérez de la Cruz 'Cuco'. Percusión: Antoñito Maya. Flauta y dirección musical: Juan Parrilla. Aforo: Unas 600 personas (media entrada).

Como declaración de principios vale la soledad por montera. Como tesis a defender vale también la resurrección y el empezar de cero. La danza, y la expresión en general, están repletas de ejemplos de inspiración similares. El dolor, la rabia y la introspección son armas de calibre suficiente como para montar una coreografía, cuanto menos, efectista. Rafael Amargo puso todos estos ingredientes sobre la mesa del Cervantes el pasado domingo en un menú, al menos, valiente. El coreógrafo y bailaor tiene tablas de sobra como para protagonizar un Solo y Amargo, literal. Solo y con la amargura marcando sus pasos. Lástima que los más de noventa minutos de explicaciones no le bastasen para justificarlo. Porque Amargo tiró en exceso de lo que le lleva funcionando tantos años: rebeldía, esculpida fisonomía y un flamenco exportable. Sobra mencionar que el granadino baila bien, su zapateado y su técnica están fuera de toda duda, pero cuando se trata de innovar, a estas alturas, se le pide un paso adelante que no supo ofrecer.

El protagonista de tanta catarsis emocional no estuvo solo, es más, fueron sus siete músicos los encargados de mantener los cinco sentidos del público sobre el escenario. La flauta y dirección musical de Juan Parrilla, junto a una percusión, guitarra, acordeón y violonchelo sin fisuras lograron salvar un espectáculo demasiado Amargo. Sobró protagonismo, histrionismo y hasta histerismo de su mentor. Y se agradeció la presencia inconmensurable de una Maite Maya desbordante, a pesar de ese virus de última hora que mermó sus facultades y demoró más de treinta minutos el comienzo del montaje. Por farruca, soleá, bulería o seguidilla Rafael Amargo convence, se sabe ducho en las raíces de las que bebe y se agradecieron esos minutos de raza. El problema radica en la intención contemporánea de este renacer que propone su artífice. Cuando la virtud que se le concede pende de sus manos, sus piernas y el carisma de su figura, no se necesitan fuegos de artificio. O lo que es lo mismo, sobró que al bailaor le diera por entonar -o desentonar- Nostalgia a compás de bulerías, o por cantar un Ne me quitte pas a la española. Tampoco convenció en su papel de mártir crucificado en La Saeta sublime de Machado. Maite Maya, a solas, hubiera bastado para dignificarla. Demasiada osadía para un artista que no necesita cantar, ni gritar ni desfilar tanto. Su baile orgánico y visceral son argumentos suficientes para el aplauso. La pena y el desgarro no requieren imposturas ni atrevimientos mayores.

Llegados a la segunda parte, la mano de Ramón Oller se dejó ver en ese intento malogrado de ejemplificar Lo eres todo de Luz Casal con la expresión contemporánea de un sufrimiento que, insisto, hubiera bastado con el flamenco que Amargo respira para lograrlo. Aún así, al bailaor se le quiere en Málaga, y los más de 600 incondicionales que lo ovacionaron le perdonan sus desmanes de Ave Fénix. La veteranía es un grado, aunque él abuse de su comodidad.

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