Crítica de Cine

El último aliento

No encontrará muchos asideros y sí algunas identificaciones reconocibles el espectador que vaya a ver este debut de Lino Escalera, que pasó recientemente por la sección oficial del Festival de Málaga.

Dos hermanas se enfrentan aquí a la enfermedad y la muerte inminente del padre, proceso de reencuentro, duelo y aceptación dilatado entre viajes por carreteras secundarias, estampas de la desolación y una elaborada estilización de los espacios y arquitecturas urbanas con cierto aire hopperiano, cortesía del director de fotografía Santiago Racaj.

Sobre los cimientos de la muerte anunciada y los silencios incómodos, No sé decir adiós confía su efectividad dramática a la honestidad con la que trata a sus personajes imperfectos y, sobre todo, al trabajo de sus intérpretes en el difícil registro naturalista, con una Nathalie Poza en el límite del patetismo autodestructivo y una Lola Dueñas en equilibrado contrapunto de distensión a la que no obstante aún le quedan algunos tics de papeles anteriores.

Entre ambas, Juan Diego sigue batallando contra su dicción pastosa y triunfando siempre con el dominio corporal antes que con los parlamentos del viejo eternamente airado con el mundo y sin nada que decirle a sus dos hijas.

Si uno es capaz de dejar a un lado esos matices, la película funciona como un trayecto desdoblado y descarnado hacia la aceptación de la muerte, la orfandad y los fantasmas propios, como retrato íntimo y pudoroso del reconocimiento del tiempo perdido, la soledad y la extrañeza de los vínculos primarios, como tránsito doloroso y sin redención hacia las raíces del miedo y la cobardía.

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