Opinión

El último magnate

  • Tres autores que trataron al editor evocan en estas páginas a un empresario de éxito descomunal que nunca perdió de vista su amor por la cultura del libro

CON la muerte de José Manuel Lara Bosch desaparece un modelo de empresario que en estos tiempos se ha vuelto tan exótico como el pangolín de Borneo o el oso hormiguero de Madagascar, porque Lara Bosch era un empresario que pertenecía a una dinastía familiar y que entendía la empresa como un negocio también familiar, ya que los empleados, desde el primero hasta el último, formaban parte de un proyecto común y por eso tenían un rostro y un nombre y también el derecho a ser escuchados. Cuando muchos empresarios ganan sus fortunas en Bangladesh o en cualquier otro lugar donde la mano de obra trabaja en condiciones de semiesclavitud, Lara Bosch seguía creyendo en un modelo empresarial que creaba puestos de trabajo en los mismos lugares donde él vivía (y donde también había vivido su padre) y donde se seguían respetando los derechos laborales y la dignidad de los empleados. Por supuesto que todo el mundo conocía los intríngulis de algunos de sus premios literarios, que eran objeto de burlas y de críticas feroces en muchos blogs literarios, pero hay que reconocer que muy poca gente ha amado y respetado tanto los libros como Lara padre y Lara hijo. Y eso, recordémoslo, en un país en el que los libros han sido arrojados frecuentemente a la hoguera o sólo han servido para calzar las mesas de comedor a las que se les había roto una pata.

El fundador de la dinastía Planeta -el primer José Manuel Lara, sevillano de El Pedroso- consiguió el milagro de hacerse rico, a fuerza de talento y trabajo, vendiendo libros en un país en el que casi nadie leía. Y aunque la literatura conservaba en la época de Lara padre el prestigio de la alta cultura a la que muy poca gente tenía acceso, hay que reconocer que hacía falta ser muy listo y muy atrevido para lograr algo así en un país de curas con sotana y viudas enlutadas y sargentos chusqueros. Y su hijo, el catalán y andaluz -o "cataluz", como él mismo se denominaba- José Manuel Lara Bosch, consiguió otro milagro equiparable al ampliar su fortuna en un mundo en el que cada vez se leía menos y en el que la cultura y la lectura ya no tenían ningún prestigio, y hasta parecían a punto de sucumbir frente a las armas de destrucción masiva de los iPhones y los whatsapps y los tuits. No es poco mérito, se mire como se mire.

En mayo pasado, en la entrega de uno de los muchos premios patrocinados por la editorial Planeta, vi de lejos a José Manuel Lara Bosch. Era una cálida noche de mayo y Lara estaba rodeado de comensales importantes (entre otros, la presidenta de la Junta y el alcalde de Sevilla). Por aquel entonces Lara ya estaba muy enfermo y se le notaba, porque tenía el gesto cansado y caminaba con ayuda de un bastón, pero había algo en la forma de sentarse y en la forma de escuchar a los demás que hacía pensar en un patriarca bíblico que presidiera el banquete de bodas de uno de sus muchos familiares, quizá el hijo mayor de un sobrino, o la hija de un primo lejano a la que él le tenía un cariño especial. Lara escuchaba con atención o se inclinaba para recibir una confidencia, y a veces se le veía hacer un comentario irónico o desechar una idea con un leve movimiento de la mano. Pero otras veces le asomaba al rostro una inconfundible mueca de cansancio, y entonces se hacía evidente que habría preferido estar en cualquier otro sitio donde pudiera sobrellevar con más calma la enfermedad que lo estaba destruyendo. Pero la mueca desaparecía de repente, y un segundo después Lara volvía a inclinarse hacia alguno de sus comensales para escuchar una confidencia o hacer un comentario irónico, y entonces se hacía evidente que por nada del mundo habría renunciado a presidir aquella ceremonia literaria. Para él era un deber ineludible que le debía a su padre, quien había empezado vendiendo enciclopedias a domicilio en la terrible Barcelona de la posguerra. Y se lo debía también a su hermano Fernando, muerto en un accidente de coche en 1995, al que había tenido que suceder al frente del imperio editorial. Y se lo debía también a la gran familia de sus escritores y editores de cabecera, a los que Lara padre cuidaba como si fueran de la familia, y a los que Lara hijo siguió cuidando como si fueran también de la familia, porque Planeta siempre fue una empresa familiar que se regía con las normas estrictas de un clan, con todo lo bueno y lo malo que tiene un clan, con sus manías y sus exclusiones, sí, pero también con sus férreas lealtades y un inflexible sentido de la fidelidad.

Scott Fitzgerald quiso dedicar su última novela -que nunca terminó, porque un ataque al corazón se lo llevó por delante con sólo 44 años- a un productor de Hollywood que por una inexplicable lealtad al mundo del cine que había conocido en su juventud se negaba a adoptar los nuevos modos de regir los estudios y seguía supervisando en persona todos los rodajes. A este productor que amaba demasiado el cine como para dejarlo en manos de los contables, Fitzgerald le llamó "el último magnate". Y eso fue también José Manuel Lara Bosch en el mundo de los libros: el último magnate, el último empresario que amaba de verdad todo lo que hacía.

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