Cultura

Su voz, siglo de luces y sombras

  • En este recién estrenado 2008 se cumple el centenario de nacimiento de Miguel de Molina, figura artística sin parangón y símbolo que desde Málaga y el exilio encarnó las glorias y miserias de la Historia reciente

Cuando cantaba La bien pagá el mundo se disolvía en licores y lágrimas. Miguel de Molina no era sólo un intérprete de copla: muy pocas veces en la Historia una voz ha significado la angustia y la luz de una época con la rabia que atesoró la de este malagueño. Quizá porque en su biografía se clavaron los abusos y las miserias de un siglo, Ojos verdes fue desde su garganta mucho más que una escena pintoresca a la puerta de un burdel: fantasmas, enfermos, víctimas y asesinos se apoyaban también en el quicio de la mancebía. Él fue la Segunda República y contra su libertad el franquismo la emprendió a golpes hasta saciarse. El exilio en Buenos Aires supo de la verdadera distancia del Atlántico. Que la música popular se convirtiera en el tránsito del novecientos en acontecimiento cultural de primer orden, sin complejos y con entidad estética propia, se debe en gran parte a la manera en que Miguel de Molina clavó sus garras en su tiempo, original y único. En este 2008 que ahora comienza se cumplirá el centenario del nacimiento del genio, una oportunidad que Málaga no debería dejar pasar si quiere hacer las paces consigo misma.

Nació Miguel Frías en Málaga el 10 de abril de 1908, hijo de una familia humilde. Desde muy pronto asumió las negruras de una Andalucía anclada todavía en el Medievo, sometida por los terratenientes y el clero y herida de pobreza y superstición. En su casa, invadida por las penas, gobernaban un padre enfermo de epilepsia que pasaba los días postrado en una cama y una madre obsesionada por eliminar los rasgos que evidenciaban la homosexualidad del artista ya desde su primera infancia. Con 8 años fue enviado interno a un colegio religioso donde fue víctima de abusos por parte de un sacerdote. Expulsado de todas partes, sobrevivió como pudo vendiendo golosinas en la calle hasta que decidió escapar con sólo 13 años.

Su primer destino fuera de Málaga fue Algeciras. Allí entró a trabajar como limpiador en el prostíbulo de Pepa La Limpia, personaje que a la larga resultaría decisivo en su trayectoria. Ella le descubrió el concurso de cante flamenco que Federico García Lorca y Manuel de Falla organizaron en Granada, y le proporcionó los primeros contactos con artistas. Incluso, años más tarde, cuando Miguel de Molina fue reclutado para el servicio militar y destinado a la ciudad gaditana, la alcahueta movió sus influencias para que el malagueño pasara la instrucción con comodidad hasta ser rebajado del servicio. La impronta lorquiana no abandonó al cantante, quien llevó consigo hasta su muerte un libro del granadino como descanso y refugio.

Después de trabajar en espectáculos para turistas en Granada y durante la Exposición Universal de Sevilla de 1929, el advenimiento de la Segunda República resultó esencial para la eclosión de la leyenda. En 1931, Miguel Frías pasó a llamarse definitivamente Miguel de Molina y conquistó los escenarios de toda España desde sus arrebatados éxitos en Madrid y Valencia. Su impresionante voz y su puesta en escena, fina y soberbia aunque no amanerada, renovaron profundamente el repertorio de la copla y encumbraron El día que nací yo como auténtico himno generacional. Sus chaquetillas se convirtieron en lo más in y su baile de El amor brujo desató las pasiones. Fiel a su compromiso político, manifestó abiertamente su homosexualidad y se convirtió en el artista fetiche de las tropas republicanas. En buena medida, Miguel de Molina fue el ciudadano ejemplar de la Segunda República: se definía a sí mismo como un trabajador sencillo que no ocultaba su inclinación sexual y que no hacía mal a nadie. El estallido de la Guerra Civil le sorprendió en Barcelona mientras rodaba su primera película, que nunca llegaría a ser estrenada.

Poco después de la victoria franquista tendría lugar la fatídica noche que provocaría la huida de España de Miguel de Molina y su exilio en Buenos Aires. Sobre el episodio se han escrito ríos de tinta sin que la verdad haya salido aún a relucir. Cuenta la leyenda que, tras el 39, el artista vio reducidas radicalmente sus ofertas de trabajo y se vio obligado a aceptar el contrato de un empresario con un compromiso de 500 pesetas por actuación, unas diez veces menos de lo que venía cobrando por entonces. Tras unos cuantos recitales, Miguel de Molina quiso romper aquella relación y de inmediato fue secuestrado en Madrid por tres hombres que lo introdujeron en un coche, lo trasladaron en un descampado y allí le golpearon hasta que le creyeron muerto. Llegó a perder varios dientes y buena parte del cuero cabelludo. Argentina y el resto de América aplaudieron su arte hasta su fallecimiento, en 1994. Dos años antes, España le condecoró con la Orden de Isabel la Católica, pero era demasiado tarde. El amor ya se le había muerto.

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