Acabo de leer las Memorias póstumas de Brás Cubas, de Machado de Assis, novela hecha de capítulos cortos.

A vueltas con los capítulos cortos recordé La alucinación de Gylfi, de Snorri Sturluson, tan amado por Borges. Rehojeé mi coqueta edición, leída hace tantos años, y ahí estaban, en efecto, esos cortos y brumosos fragmentos, muchos de los cuales empiezan con una fórmula que nunca he olvidado: Entonces dijo Gangleri.

La fragmentación en capítulos es cómoda para los lectores y más aún para los novelistas, que con ella quedan dispensados de conseguir el continuum de la trama, algo que se corresponde más con la realidad que con la ficción. Eso, claro, no significa que construir una novela-mosaico con teselas, en vez de una novela-mastaba con grandes bloques (a lo Proust), sea tarea fácil. Es difícil, pero menos laborioso. Cuando los capítulos son largos, muchos novelistas recurren a la trampichuela de la fragmentación interior, mediante el doble espacio interlinear o el socorrido asterisco.

Sarah Fielding, ya en el XVIII, decía que las novelas se trocean en capítulos para desterrar la costumbre de doblar la esquina de las páginas al interrumpir la lectura. Su mucho más celebre hermano, Henry Fielding, dice en su recomendabilísimo Joseph Andrews que la división en capítulos es un truco para:

…hinchar los volúmenes con el fin de que ocupen más espacio del realmente necesario. Por ello, los diferentes espacios en blanco que se utilizan para indicar la división en libros y capítulos suelen equipararse al bucarán, las ballenas y los galones de la cuenta de un sastre…

Acto seguido, y más en línea con su hermana, el agudo Fielding pone las cosas en su sitio y explica las ventajas de este recurso:

…cabe utilizar los espacios entre capítulos como posadas […] donde el lector se detiene a beber un vaso de vino.

La división en capítulos permitió esa cosa tan antigua que es titularlos. Machado de Assis titula sus capítulos de forma concisa: El mulero, Aquel día, Transición… Este uso está en desuso, aunque escritores como Alfred Döblin lo han recuperado en su plenitud; así, en su portentosa tetralogía Noviembre de 1918, no solo tienen título, sino también irónicos subtítulos como estos:

ESPERA, ESPERA, PRONTO…

El pueblo bajo se mantiene crédulo. El consejo de intelectuales busca definiciones y termina con entusiasmo.

No han faltado los experimentos con este asunto; ahí está Cortázar con su Rayuela -un mito literario para mi generación-, que permitía elegir la secuencia de lectura de los capítulos. Ahí, Los desafortunados, de B.S. Johnson, una novela que venía en una caja (a book in a box), con veintisiete capítulos encuadernados por separado y de los que el autor solo indicaba cuáles eran el primero y el último.

La lectura es un placer, pero no un descanso; exige esfuerzo y tiempo. Siempre pasamos unas cuantas páginas antes de acometer la lectura de una nueva novela, y no es un gesto gratuito: lo hacemos para saber si tiene o no capítulos y sin son largos o cortos, pues eso nos permite trazar una estrategia de lectura, acomodarnos al tempo de la obra, instalarnos en ella y calibrar de antemano nuestro esfuerzo.

Sin embargo, para los lectores compulsivos, los capítulos adquieren una dimensión que sobrepasa la obra singular; para ellos cada libro es un capítulo de una lectura incesante.

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