Mediaba marzo. Olor de naranjos de todos los hortales. Aire tibio, y dentro de su miel una punzada de humedad, un aletazo del invierno escondido en la revuelta de una calle.

Prosa de otros tiempos. Regustillo a redacción de colegio. Pero si bajamos nuestro escudo de Aquiles particular y rescatamos algo de la inocencia que una vez tuvimos, sentimos arrobo, esa sensación que, con su punto de ñoñería, todos deberíamos cultivar a ratos, pues eleva la vida uno o dos peldaños.

Gabriel Miró tiene un sitio de honor en el olvido de los lectores; poco más que una nota breve en algún libro de texto. Apuesto a que dirá que era un fino estilista o cosa parecida. Se decía que era un novelista filósofo y en los sesudos prólogos que acompañan sus obras siempre sacan a Heidegger y hasta a Heráclito, por aquello de que a Miró le preocupaba mucho el tiempo. También por eso lo comparan con Proust y hablan confusamente de evocar el tiempo recobrado, en vez de buscar el que se perdió entre magdalenas, u otras quisicosas sexangelinas. También hablan del sigüencismo, que sería la actitud filosófica de uno de sus personajes ante la vida y la naturaleza. Era un hombre religioso y, aseguran, una gran persona.

El alicantino Miró no fue un gran novelista, que era lo que ansiaba, pero sí un gran prosista. Su escritura es un prodigio de sensualidad y delicadeza. Sus libros nos remansan en un gozo muy íntimo y sus imágenes, su vocabulario y su ritmo hipnótico tienen un poder de evocación que pocos escritores han logrado. Valéry Larbaud, crítico que lanzó a Joyce al estrellato literario, hizo de él comentarios elogiosos.

En El humo dormido leemos:

…un cordero esquilado paciendo en el sol de un bancal de terrones; ropas tendidas entre las avenas mustias, y de una rinconada de rosales subía un ciprés rasgando el azul caliente.

Es imposible, salvo si nomás se ha vivido en el asfalto de la ciudad, no inundarse de esa escena -la vemos, la olemos-, descrita con una emoción sencilla y contenida. Miró sabe ser azoriniano y lo contrario, según le apetezca. He aquí un ejemplo de lo primero:

Allí el paisaje es quebrado; los valles, cortos; los montes huesudos, y todo es fértil.

La concisión, que imita lo descrito, revela la contradicción de una fertilidad entre aristas.

Miró también sabe proyectar su sensualidad fuera de los paisajes y crear un erotismo que resulta febril por provenir del recato:

Muchos viejos recordaban que, en otro tiempo, las mujeres de Oleza, tan tímidas y devotas, habían montado a la grupa de los caballos de los facciosos, bendiciendo y besando a sus jinetes, colgándoles escapularios y reliquias, dándoles a beber en sus manos y ofreciéndoles frutas rajadas con su boca encendida.

Todo apunta en una dirección unívoca y lujuriosa: la grupa, la fruta rajada, el fuego de los labios y la ofrenda. Prosa maestra en El obispo leproso. Nada le falta ni le sobra a ese párrafo.

Pero es en las descripciones de lugares donde Gabriel Miró nos asombra una y otra vez:

El jardín de casa Lóriz estaba cerrado por un claustro de piedra morena; y de allí recibían las salas y las galerías de tránsito una claridad académica y un silencio estremecido por hilos de fuentes y cantos de mirlo.

Prosa de otros tiempos para nuestros pequeños éxtasis intemporales.

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