La literatura atrae otras formas de escritura; las engulle; las fagocita como una ameba con sus seudópodos. Lo hace a veces con la historiografía, por ejemplo. La razón es sencilla: la historiografía es también un texto, un objeto hecho de palabras extendidas sobre papel, que son su materia. Como los poemas o las novelas.

Estoy leyendo la Historia de la Revolución francesa, de Jules Michelet, el historiador por antonomasia del magno acontecimiento que estalló en 1789. Michelet es el historiador del pueblo. O algo por el estilo. Es apasionado, turbulento y, a su manera, original. Son seis volúmenes, seis, traducidos del francés, nada menos que por Vicente Blasco Ibáñez -para mí, Vicentón. Cosas mías-.

Pronto comprende uno que debe dejar de lado las pretensiones de rigor científico.

Se cita una prisión de Estado donde los carceleros y los jesuitas alternaban con las prisioneras, haciéndolas tener hijos. Una prefirió estrangularse.

Se cita, se cuenta, tengo oído, jesuitas, estupros… Vayan haciéndose cargo del cariz de la cosa.

No estamos ante ciencia, sino ante un monumento de historiografía lírica y apologética. Michelet toma la pluma para enaltecer la Revolución y a sus artífices, antes aún que para contarla. No obstante me parece -voy por el primer tomo- que en el intento logra páginas memorables, si aceptamos un estilo y unas imágenes que hoy nos llegan como lugares comunes de discutible empalago.

Blasco Ibáñez admira a Michelet y comparte su causa. Queda claro en su prólogo:

Una joven obrera, escogida entre las más bellas y virtuosas […] depositaba una corona ante el bronce recién descubierto […] Aquella estatua era la del historiador del pueblo […] la del cantor de la Revolución Francesa, la del más grande de los escritores republicanos: Michelet, en una palabra.

Y por miedo a haberse quedado corto, acude al ditirambo:

A centenares cuenta la humanidad sus historiadores, y, sin embargo, ni uno solo de ellos puede compararse con Michelet.

Pero oigamos ahora la voz del propio bardo:

A un mundo dominado todavía, débil, inerte y sin empuje, Rousseau debía decirle y decía: La voluntad general es el derecho y la razón.

Debía decirle y decía.¿Tomó de aquí Adolfo Suárez su celebérrimo Puedo prometer y prometo?

La exaltación de Rousseau prosigue:

¿Qué luz divina posee este hombre […] Entusiasmo, melodía penetrante; he aquí la magia de Rousseau…

También Voltaire merece el entusiasmo de nuestro ardoroso historiador:

¿Dónde está el anciano Voltaire? Ha muerto. Pero una voz le ha despertado de su tumba […] la voz de la humanidad […] Todavía eres el vencedor de los vencedores. Durante un siglo, en todos los combates, sin preocuparte del ejército ni de la doctrina enemiga, has luchado sin volver el rostro jamás […] Los demás invocaron la justicia; tú la has hecho…

Michelet escribe su obra histórica como si fuera el narrador de una novela, pero un narrador implicado, intrusivo, entrelazado con su propio relato, que modela con sus opiniones.

Su forma apasionada de escribir la historia es su intento de resucitar el pasado, zambulléndose en él y sintiendo que lo afectaba en lo más hondo y personal. Su interpretación militante de la Revolución francesa es lineal y directa: el triunfo de la Justicia sobre la Gracia, de lo que le es debido al hombre sobre lo que le es regalado, de la Razón sobre la Fe. Si se está convencido de eso, la ciencia poco importa y puede echarse a la cuneta.

Michelet anticipó, sin saberlo, la postverdad.

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