Para que una tragedia funcione, es necesario que el espectador se identifique con el héroe. Conviene, por ejemplo, que el protagonista proceda de una familia humilde. De este modo, el autor podrá elevarlo y despeñarlo a voluntad. Eso sí, no vale cualquiera: llegada la hora, tendrá que saber caer como un dios abandonado.

De niño, se confundirá entre los demás chiquillos. Bajará a la playa cuando acabe la pleamar y buscará conchas para regalárselas a sus hermanas y a sus novias. A cambio, recibirá besos de los que se dan con los ojos abiertos. Escapará del padre cada vez que en el colegio le entreguen el boletín de notas y aprenderá a pelearse con cañas secas y piedras de la escombrera. Será feliz.

Pero el drama exige que el muchacho abandone su patria. Sólo si lo hace podrá regresar un día. Es entonces, durante los años de exilio, cuando se descubre lo que el público ya intuía desde el principio: nuestro hombre está tocado por la gracia y su naturaleza le tiene reservadas tareas que al común de los mortales le vendrían grandísimas. El héroe cumple así con lo que de él se esperaba: acaudilla ejércitos, gana batallas y sale de la pobreza. Fin del segundo acto.

No olvide cuál era el propósito de ascender a nuestra criatura: procurarle una mayor velocidad de caída. Dos veces se enriquecerá y otras tantas terminará por arruinarse. Incapaz de dominar sus pasiones, saldrá desterrado y se maldecirá a sí mismo en la cubierta del barco que lo lleva de vuelta a casa, donde los dioses lo aguardan parar cerrar el círculo. Como al César de los idus, una hechicera le va a augurar la muerte temprana. Acertará. En el futuro, los suyos se encomendarán a él antes de entrar en combate. Cae el telón. Éste es el mecanismo de la tragedia. Lleva funcionando casi tres milenios y nada parece indicar que vaya a dejar de hacerlo próximamente. Da igual que esté localizada en Atenas o en Fuengirola, que el héroe se llame Edipo o se apellide Gómez.

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