Deben de quedar pocos lectores de novela que no sepan lo que es el monólogo interior, la ingeniosa técnica narrativa -uno de los símbolos de la modernidad novelística- que permite desvelar el pensamiento de un personaje en el mismo momento en que se está produciendo. Ese pensamiento, próximo al inconsciente, suele darse de forma caótica, exaltada, incoherente, y así lo refleja el monólogo interior en literatura, con su aspecto agitado y espástico. Desde que se inventó, ha sido usado profusamente. Pero ¿quién lo inventó?

Si pasamos por alto que Tolstoi empleó algo muy parecido hacia el final de Ana Karénina, el honor le cabe al simbolista francés Édouard Dujardin, un discreto escritor que en 1887 publicó Han cortado los laureles, novela construida con esta novedosa técnica tan influida por el psicoanálisis. No estoy seguro de que Dujardin fuera consciente de la importancia de lo que acababa de hacer, pero el propio Joyce, que llevó esta técnica a su cumbre, le ha reconocido la paternidad del invento:

Dujardin instala al lector, desde las primeras palabras, en el pensamiento del protagonista.

Nada más empezar la novela, vemos uno de esos típicos zigzags repentinos, propios del pensamiento desbocado. El protagonista camina imaginando la deliciosa velada que tiene preparada y de pronto:

Qué deliciosa velada me espera. ¿Por qué le han dado la vuelta a la alfombra en esta parte de la escalera?

Algo después nos topamos con una de las primeras ráfagas dubitativas, entrecortadas, electrificadas, típicas del monólogo interior. Hoy las damos por descontadas, pero cuando lo hizo Dujardin, resultaban muy llamativas:

El camarero. La mesa. Mi sombrero en el perchero. Nos quitamos los guantes; hay que dejarlos caer descuidadamente sobre la mesa, junto al plato; mejor en el bolsillo del abrigo; no, sobre la mesa; […] Mi abrigo en el perchero; me siento; ¡uf!, qué harto estaba. Metería los guantes en el bolsillo del abrigo. Iluminado, dorado, rojo, con las gafas, ese destello; ¿qué? el café; el café donde estoy. ¡Bah!, estaba harto.

En determinados momentos, a Dujardin se le escapa el control de tan poderosa herramienta y nos depara escenas de baja calidad literaria. Otras veces, sin embargo, tiene el suficiente talento para demostrar sus grandes posibilidades, que otros iban a desplegar muy pronto en todo su esplendor. Los dejo con uno de esos pasajes donde ya se escucha a lo lejos la voz narradora del Ulises, que no iba a tardar en llegar. (La traducción de este fragmento es de Marta Cerezales Laforet):

…duerme; yo siento que me estoy durmiendo; se me cierran los ojos… aquí está su cuerpo, su pecho que sube y sube; y el tan suave perfume mezclado… la hermosa noche de abril… dentro de un rato pasearemos… el aire fresco… nos iremos… dentro de un rato… las dos velas… ahí… por los bulevares… "te amo más que a mis corderos"… te amo más… esa chica, ojos descarados, frágil, labios rojos… la habitación… la chimenea alta… la sala… mi padre… los tres sentados, mi padre, mi madre… yo… ¿por qué mi madre está pálida? Me mira… vamos a cenar, sí, en el bosquecillo… la criada… traiga la mesa… Lea… pone la mesa… mi padre… el portero… una carta… ¿una carta de ella?… gracias… una ondulación, un rumor, un amanecer… y ella, por siempre la única, la primera amada, Antonia… todo brilla… ¿se está riendo?… los faroles de gas se alinean hasta el infinito… ¡oh!… la noche… fría y helada, la noche…

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