Durante la mayor parte del recorrido, el hombre permaneció callado. No dijo nada cuando el médico se detuvo ante el retablo en que se esquinaba el pasillo y le detalló las dificultades con que un taller de Flandes había conseguido restaurarlo tras el segundo de los incendios. Tampoco protestó cuando uno de los internos se le agarró a la pierna y comenzó a lamerle los zapatos. Fue así, en silencio, como pasó revista a todas las camas del pabellón de reposo y escuchó los historiales clínicos por los que llevaba meses interesándose. Al salir de las galerías, se paró un momento frente a un espejo para atusarse los bigotes: "Éste sí, doctor. Ahora sí me está enseñando usted a un verdadero loco".

Las fuentes no aclaran si el episodio del psiquiátrico fue anterior a la foto del metro. En ella, el hombre aparece subiendo las escaleras de la estación acompañado de un oso hormiguero al que pasea entre la multitud. Tampoco está claro que por aquellos años hubiera sucumbido ya a la fascinación por los cisnes. Testimonios recientes afirman, sin embargo, que la idea de cubrir a las aves con una caperuza coronada por una vela se concibe en este tiempo. La de hacerlos estallar a la vista del público es posterior.

Lo que a estas alturas nadie pone en duda es que, para las fechas en que visita el manicomio, el hombre ya había conocido a su esposa. Atacado de nervios, en la primera cita se había cortado escandalosamente al afeitarse las axilas. Lejos de lamentarse, convirtió el accidente en una posibilidad de cortejo: con la sangre derramada se embadurnó la ropa y terminó de aderezarse pringándose en aceite y excrementos de cabra. Por supuesto, la conquistó.

Con semejantes antecedentes, cuesta creer que el espectáculo de estos días -en el que se combinan el ruido de abogados y las muestras de ADN, las grúas de última generación y los turistas en sandalias tirando fotos- no sea sino la penúltima y gloriosa venida de Salvador Dalí.