La cosa anduvo tranquila hasta que decidimos dejar el nomadismo y empezamos a echar tripa. Como por entonces no había obras del metro a las que asomarse y en algo debíamos emplear las mañanas, nuestros antepasados se dividieron la tarea: unos sacaban las ovejitas a pastar y otros plantaban lechugas. Cuando ya le estábamos cogiendo el tranquillo a eso de vivir en sociedad, llegó Caín e instauró la manera en que habrían de resolverse los conflictos en el futuro: sacándose la chorra. El chaval terminó pagando su pelusonería y su gatillo fácil, pero antes quiso dejarnos en herencia el tener que levantarnos temprano cada mañana para ganarnos el pan. Un cachondo, el tío.
De la experiencia salimos escarmentados y con propósito de enmienda. Nos dio por inventar la palabra y enseñarla en las escuelas, con la esperanza de que la nueva herramienta permitiese solucionar las riñas entre vecinos sin necesidad de recurrir a la quijada de ningún animal. Pero hete aquí que el niño del porquero nunca podía ir al cole: alguien tenía que criar los guarros del señorito mientras éste correteaba a las mozas. Total, que la redacción y posterior aplicación de leyes, catecismos y declaraciones de guerra quedaba siempre en otras manos.
Con las conquistas sociales, la educación reglada se extendió a todo quisqui y durante unas cuantas décadas el discurso de las clases dirigentes se volvió accesible. Sonaron entonces las alarmas en las instancias superiores y un arrebato de creatividad sin precedentes llenó el idioma de desaceleraciones económicas y despidos en diferido. Lo llamaron posverdad y el término nació tan de pie que hasta el Diccionario Oxford lo consagró como la palabra más representativa del pasado año.
Acusada de mentir acerca del número de asistentes a la toma de posesión, una asesora de Trump afirmó hace unos días que ellos manejaban "hechos alternativos". Había nacido la posrealidad. Vamos, lo que viene siendo sacarse la chorra.
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