Corría el año 1980. Yo estaba en COU. Y hasta ese momento la programación televisiva de las tardes se interrumpía entre las cinco y las siete. Hasta que llegó un nuevo formato que, solamente los viernes, obraría el milagro de unir la programación de sobremesa con la vespertina sin despedida y cierre ni carta de ajuste de por medio. Aquel programa ómnibus titulado Cosas era un cajón de sastre que se emitía, siempre en riguroso directo, de 4 a 7 de la tarde. Con la particularidad de que lo hacía simultáneamente desde Madrid y Barcelona. Con Joaquín Prat y Mónica Randall de anfitriones.

Bastaba ver la actitud y el tono de ambos en la presentación del sumario (algo que a mí me entusiasmaba: el anuncio del minuto a minuto con lo que nos depararía la tarde) para evidenciar las notables diferencias entre los dos comunicadores. Prat era campechano y destilaba cierta liviandad. Con esa mezcla entre la chulería madrileña y el alma festera popular de lo valenciano.

La Randall era, ante todo, una señora. Hiciese lo que hiciese. Como actriz en los dramáticos de TVE, en los que debutó en 1965. Como fetiche en series como Mónica de medianoche o como presentadora que enaltecía cualquier producción en la que se implicara. Estando incluso por encima de buena parte del cine en el que colaboró.

Confieso que tengo mitificados los bona tarda que profería Mónica Randall al inicio de cada entrega de Cosas. Yo tenía 17 años, desconocía casi todo, pero por la cuenta la vieja y mera intuición empecé a comprender cuán distinta y distinguida era Cataluña. Cuánta distancia había desde Madrid, y sobre todo desde mi Valencia, hasta Barcelona. De hecho, 38 años después confieso que el complejo de inferioridad ante la cultura barcelonesa, su cine, su Filmoteca, sus artes escénicas, su televisión, todavía me persigue. Viendo a la Randall en Málaga, tan radiante y tan señora, temo que mi dichoso complejo todavía se afiance más.

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