Antonio Llorens merece un homenaje del Festival. Primero, porque no procediendo del centro, Madrid, sino de la periferia, Valencia, ha sabido mantenerse en su sitio durante cinco décadas, que ya son años. Segundo, por su independencia. Porque siempre ha preferido ser él mismo que venderse a nadie. Porque no es un trepa. Porque en su larga trayectoria no ha medrado, no ha conseguido ni un cargo de aquí ni de allá, pero tal vez ha logrado lo más difícil: ser él mismo. Tercero, por su cinefilia. Para Llorens, el cine es liturgia. No es hombre de religión, pero sí de comunión y de bonhomía. Nunca se le verá solo en una sala de cine. Siempre estará bien acompañado. Siempre fomentará un buen corrillo a su alrededor. Cuarto, por su resistencia. Mientras otros funcionan por modas, hoy sí pero mañana no; mientras otros y otras se cansan (nos cansamos) cuando la edad nos pasa factura, Llorens ha realizado un pacto con no se sabe quién para conservarse tan joven por dentro como por fuera. Recorre más kilómetros en la ruta cinéfila que cualquiera de quienes tienen colgadas a su cuello acreditaciones de su color, pero seguro que les supera a todos. Quinto, por su sentido del humor. Porque qué sería de todo lo anterior sin la ironía, los juegos de palabras, la mirada cómplice y la sonrisa y hasta la risa contagiosa. Qué gozo daba oírle durante la proyección de Selfie. Esas carcajadas que me remitieron a cómo reía con las ocurrencias de Rafael Azcona en la primera de las películas vistas en este Festival en el año 1998, La pareja perfecta, dirigida por su amigo Paco Betriú. Tan intensas como las que derrochó en el visionado de La duquesa roja del mismo autor, poco antes, en el de Peñíscola. Homenajeen a Antonio Llorens. Se lo merece. Y de paso, un recuerdo a su homónimo, el ex distribuidor de Lauren Films, el Antonio Llorens de Cambrils, fallecido el pasado fin de semana.

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