Análisis

Pilar cernuda

Una cobarde independencia en suspenso

Ni siquiera cumplirá con su objetivo de convertirse en un segundo Companys, que tras proclamar la república en 1934 fue enviado a prisión porque Azaña, como presidente, no podía consentir la sedición de Cataluña. Puigdemont, al contrario de lo que hizo su antecesor en la Generalitat, consideró que la independencia era un hecho tras lo ocurrido el 1 de octubre, y se convirtió en mensajero de la voluntad del pueblo catalán expresada en referéndum. Sin embargo, inmediatamente después, anunció que la suspendía para iniciar un diálogo con el Gobierno y apelando a la mediación internacional.

Una cobardía en toda regla. Primero, por no responsabilizarse de la iniciativa proclamando la república, que es lo que habría hecho un hombre valiente, el político que defiende sus ideas hasta la extenuación asumiendo todas las consecuencias. Segundo, porque la suspensión inmediata no es más que una táctica que, precisamente por ser cobarde, silenció a la masa de seguidores que, en los aledaños del Parlament, había aplaudido a rabiar su anuncio de independencia. Aplausos que duraron sólo segundos. No saldrá de la política por la puerta grande. Vaya o no a prisión, Puigdemont no pasará a la historia entre los grandes dirigentes.

No le aplaudieron tampoco los diputados de la CUP; los que lo auparon como presidente no están conformes con su fórmula de quiero y no puedo. Por lo que trascendió, ni siquiera quería pronunciar inicialmente la palabra independencia, sino dar por hecho que la propia ley de referéndum aprobada ilegalmente convertía a Cataluña de forma automática en independiente a las 48 horas de hacerse público el resultado ilegal de esa consulta también ilegal. La CUP amenazó con retirarle su apoyo y provocar su fin como presidente, de ahí que finalmente anunciara la nueva situación de independencia... para suspenderla de inmediato y promover un diálogo que, sabe Puigdemont, es imposible.

Imposible porque con el transcurso del tiempo se ha demostrado que no le faltaba razón a Rajoy cuando decía que con un personaje cerril y fanático como Puigdemont no se podía hablar porque no quería tratar nada que no fuera la fecha de una consulta que, se ponga como se ponga el president buscando similitudes con Escocia, que no hay ni una, no es posible celebrar en España.

Escuchando la intervención de Puigdemont se comprenden las denuncias de quienes sufren las consecuencias de la educación que se imparte en Cataluña desde hace años, educación que fomenta el independentismo desde que los niños echan a andar. El president desgranó una serie de mentiras sin que se le moviera un músculo de la cara, como ocurre en los colegios, y le daba igual que muchos de los que lo escuchaban, que vivieron la Transición, pudieran escandalizarse con su versión absolutamente falsa de esos años que trajeron la democracia. Por no hablar de la falsedad de los datos sobre lo ocurrido el 1 de octubre, la falsedad sobre las repercusiones económicas de la fuga de empresas y bancos, o sobre el porcentaje de independentistas, el derecho a votar, la represión que ejerce el Gobierno, el papel de Cataluña para que España fuera aceptada en Europa, o de cómo mintió al resaltar su propia actitud en defensa de la democracia, la paz, la libertad y la convivencia.

El Ejecutivo respondió haciendo saber que, además de no validar al referéndum ilegal ni su resultado, no puede dar por sentado que los catalanes han dicho que quieren la secesión, ni considera admisible "una declaración implícita de independencia para luego dejarla en suspenso de manera explícita".

Con toda seguridad, Rajoy, y la oposición constitucionalista, hoy expondrá con más contundencia en el debate parlamentario qué mecanismos van a poner en marcha para detener a este hombre que dice que no es loco, suicida, golpista ni delincuente.

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