Hacía semanas que el engranaje mediático del Festival hacía saber a cualquiera que no viviera en una caverna que era el año de la apertura latinoamericana. Una avispada modificación del título del certamen pronosticaba un movimiento a todas luces estratégico: de una parte, la industria cada vez maquilla más sus cifras a costa de las coproducciones; y de otra, más prosaica, la Sección Oficial llevaba varios años dando síntomas de agotamiento. Analizada a posteriori, la expansión internacional no ha sido para tanto, y lo que sí ha diluido la vigésima edición es una transición mucho más suave y menos destacable: la del Festival como una cita definitivamente minorista, que no pone tanto empeño en el descubrimiento de nuevos valores fílmicos, como en el crecimiento de sus propias cifras de pernoctaciones, taquillas y retuits. La industria, mientras tanto, no se pierde nada por no estar. Este año, el certamen apenas estrena en su Sección Oficial, recogiendo varias cintas recientemente presentadas (de verdad) en Berlín, y otras ya estrenadas en salas allende los mares.

Precisamente de entre las películas heredadas de la Berlinale han emergido las dos grandes ganadoras: la magnífica Verano1993, de Carla Simón; y Últimos días en La Habana, el drama cubano de Fernando Pérez. Y aunque hay descubrimientos (El otro hermano, No sé decir adiós), el hecho recurrente es que estos quedan siempre camuflados entre el batiburrillo de reestrenos patrocinados, cintas menores y telefilmes inimaginables en cualquier otro festival. Mientras, a unas calles del boato, Demonios tus ojos y Julia Ist asombran calladamente en ZonaZine. En suma, lo de cada año. Asentado el modelo, cabe preguntarse si las autoridades competentes dan por bueno un festival basado en este reparto de cuotas. Parece que sí. Pero tras dos décadas ha quedado claro que para atraer grandes nombres, recuperar a los que un día brillaron y no vuelven, y convertirse en el enclave anual de la industria (plaza aún vacante) harían falta menos peajes y mejores películas. Aunque quepa la sospecha de que esta directriz podría suponer la caída de algún patrocinador y, con ello, el redimensionamiento del festival. La eterna batalla entre corto y largo plazo. Quizá esto sea sólo el comienzo y lo mejor esté por llegar: que veinte años no es nada.

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