Análisis

nacho artacho

El hombre de palo

Lejos de enviarlo una temporadita a galeras, Felipe II incorporó a Turriano a su séquito

Nos habíamos dejado al bueno de Juanelo Turriano cargándose a Carlos V. Cierto que sin intención; cierto que el pobre no contaba con que aquellos inspiradísimos estanques que había diseñado iban a acabar convirtiéndose en un criadero de mosquitos y malaria; y cierto también que ya la salud del emperador se debatía entre ataques de gota, hemorroides mal curadas y dificultades respiratorias que de cuando en cuando lo llevaban al desmayo. Lo que ustedes quieran, pero el paludismo definitivo se debió a la impericia del ingeniero.

Lejos de enviarlo una temporadita a galeras, Felipe II incorporó a Turriano a su séquito y lo distinguió con el cargo de Matemático Mayor del Reino. Y Juanelo hizo entonces lo que cualquier funcionario aventajado: aprovechó las horas muertas de oficina para cultivar pasiones mayores. La diferencia estriba en que allí donde usted y yo nos habríamos quedado en el sudoku de media tarde y el pitufito de media mañana, nuestro hombre se dio el gusto de proyectar las campanas del Escorial y componer una máquina que dragase los canales venecianos. Llegó incluso a articular un autómata de madera que, desplazándose sobre unos raíles dispuestos a modo de circuito, recorría las calles toledanas pidiendo limosna para los dementes de la ciudad.

A mediados del siglo XVI, Juanelo Turriano se sintió preparado para la pirueta final. Arriesgando todo su patrimonio, construyó un dispositivo gigantesco que abastecería de agua a Toledo durante casi dos décadas. Mediante un sistema de brazos y cazoletas sincronizados, consiguió salvar un desnivel de cien metros y canalizar la corriente del Tajo hacia el Alcázar. Llegado el momento de cobrar el servicio, el ejército y la Corte se pasaron la pelota en un entretenido juego que terminó en la ruina del matemático. La criatura de madera que tantas veces había recaudado fondos para aliviar las penurias ajenas fue la encargada de recoger las monedas que habrían de pagar su propio entierro.

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