Hay quien se lía a arrojar agua escaleras abajo, confiando en que se purifiquen el rellano y las intenciones. Otros sacan los oros de la abuela y prueban a encestarlos en las copas del cava (para esta opción se requiere cierto grado de sobriedad). Los modestos se conforman con el plato de lentejas, por aquello de llamar a la abundancia. Los pudientes, como de abundancia van servidos, se suben al jet particular y se distraen cazando husos horarios. Lógicamente, los privilegiados a quienes el Caribe les pille a mano pueden ofrecerle flores a la diosa Yemanyá.

Para comenzar el año con buen pie, un servidor de ustedes recurre a un ritual innegociable: tomar nota de las diez lecturas que Enric González habría lamentado perderse en el período saliente. A estas recomendaciones les debo algunos de los ratos más placenteros de la última década.

Enric escribe como Dios, con la ventaja de que Dios no escribe y Enric sí. Para quien no tenga el gusto, Enric González es un francotirador. Dentro del panorama periodístico actual, ocupa el mismo lugar que le toca al lince en el ecosistema: el de un animal exquisito en constante peligro de extinción. La hemeroteca y los archivos de la Seguridad Social dicen que dejó de trabajar para El País en 2012, aprovechando el ERE que se llevó por delante a un tercio de la plantilla. La realidad es que empezó a irse el día en que le censuraron una columna donde criticaba la "ludopatía bursátil" de Juan Luis Cebrián (un comentario casi naíf si tenemos en cuenta las costumbres del ofendido). Por el camino quedaron un puñado de artículos y crónicas imprescindibles y cuatro libritos deliciosos que bajo el título genérico de Historias recogen sus vivencias en las corresponsalías de Londres, Roma y Nueva York. "Cada mesa de redacción, un Vietnam", repite en Memorias líquidas, cien páginas que habría lamentado perderme en 2016 y que, si han sido buenos, los Reyes deberían haberles traído a todos ustedes.