LA decisión, adelantada por el ministro Arias Cañete, de retomar el Plan Hidrológico Nacional, reabre la vieja polémica entre partidarios de trasvases y defensores de desaladoras.

Más allá de posiciones localistas, que aun teniendo clara incidencia poco aportan a la solución eficiente del problema, y de los pésimos resultados alcanzados hasta ahora por los impulsores de la desalación (sólo han entrado en funcionamiento 17 de las 51 desalinizadoras proyectadas por el Gobierno de Zapatero; éstas producen 100 hectómetros cúbicos al año de los 800 prometidos; existe una escasísima demanda agrícola del agua así obtenida; hay desalinizadoras terminadas que están sin funcionar; se calcula -la estimación se hizo en 2010 por la Universidad de Alicante- que se han perdido 520.000 puestos de trabajo por la derogación, en el propio 2004, del Plan de Aznar) interesa ahora, sobre todo, apuntar las ventajas e inconvenientes, a ser posible sin más prejuicio que el del bien común, de ambas opciones.

A favor de las desaladoras juega su rápida instalación, el hecho de que España sea una potencia mundial en el uso y en la construcción de estas plantas y su viabilidad incluso en zonas -las islas, por ejemplo- en las que no caben otras alternativas. En contra, en cambio, que las aguas residuales originadas en la desalinización contienen sales y diversas sustancias químicas (fosfatos, cloro, boro) potencialmente muy nocivas para el medio ambiente, que implican además, con el riesgo añadido de agravar las emisiones de CO2, un fortísimo coste energético y que, al cabo, contribuyen, al convertir en ilimitado el recurso, a consolidar y agudizar un modelo de desarrollo insostenible.

Los trasvases, por su parte, junto a evidentes ventajas (reinstaurar una gestión solidaria y estatal del agua; abaratar costes; propiciar el empleo; reducir contaminaciones indeseables), tampoco están exentos de peligros: señala Francesc Gallart, experto del CSIC, que, con ellos, se produce "una de las agresiones más duras al medio", ya que, al trasladar el agua, trasladamos también su fauna, normalmente con efectos invasores catastróficos. Junto a eso, eliminamos el factor limitante del agua, o de su falta, como regulador natural de un desarrollo coherente. Quizás por eso, no falta quien, en nombre de la ecología, no admite ni lo uno ni lo otro, fiando el futuro únicamente a medidas de ahorro y de mejora de las canalizaciones.

A mí, inexperto como soy, me parece que sigue sobrando ideología. Tenemos, creo, que darle más voz a la objetividad de los científicos. Para la mayoría de éstos, todo suma: se trata de estrategias complementarias que deberían ser incluidas en un consensuado, leal y duradero Pacto del Agua. Ése que por supuesto defiendo. Porque si ya es triste la sed de hombres y campos, aún lo es más que haya quien, con ella, especule en el patético mercado de la peor política.

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