Apocalipsis

Pensar que todo acaba con nosotros puede ser halagador, pero no cabe mayor peligro que abandonarse a la melancolía

La sociabilidad de los cafés, una geografía paseable, la memoria o el culto del pasado y la doble herencia griega y judeocristiana -él dice judía a secas- son para Steiner cuatro de los rasgos que conforman una cierta idea de Europa, pero es el quinto, definido por el pensador como "autoconciencia escatológica", el que sin ser tampoco exclusivo parece más característico de una tradición que cada cierto tiempo se siente al borde del acabamiento. No es que la realidad histórica no haya dado motivos, en particular durante las dos grandes guerras del siglo XX, pero es verdad que junto a la idea de la razón -o frente al optimismo ilustrado- late una veta sombría, abonada al fatalismo, que representan muy bien algunos de los propios humanistas.

Desde distintos presupuestos, muchos coinciden en señalar una imparable decadencia que atribuyen a causas no ya diferentes, sino completamente antagónicas. Para unos, por ejemplo, el mal proviene de los efectos homogeneizadores de la globalización, que arrasaría con la secular diversidad de los pueblos, y para otros se encarna en la ceguera autista del particularismo identitario. Unos deploran el declive de la alta cultura o de la noción de autoridad y otros denuncian una mentalidad elitista o trasnochadamente eurocéntrica. El temor de unos a la invasión de los bárbaros, reforzado por la amenaza del fanatismo integrista, se opone a la actitud que otros tachan de encastillamiento insolidario. Donde unos proponen eliminar privilegios injustificados hasta agotar las implicaciones de las sociedades laicas, otros hablan de una fe perseguida que casi los ha confinado de nuevo a las catacumbas.

Vivimos tiempos inciertos y es lógico que los posicionamientos ideológicos -todos lo son en alguna medida- propendan a cierto dramatismo, pero tampoco conviene sacar las cosas de quicio y lo primero que hay que evitar es la complacencia en el apocalipsis. Con todos nuestros problemas y contradicciones, los europeos seguimos habitando una parte del mundo en la que es posible discutir en libertad y no parece que esa libertad, que tanto ha costado conseguir, vaya a desaparecer de un día para otro, pese a los vaticinios de quienes se diría que lo están deseando. Sobra visceralidad y a cambio se echa en falta una defensa no rutinaria, más allá de la retórica institucional, de los valores compartidos, desde una mirada necesariamente autocrítica que no condescienda a la autoflagelación permanente. Pensar que todo acaba con nosotros puede ser halagador, pero no cabe mayor peligro que abandonarse a la melancolía.

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