por montera

Mariló Montero

Asesinos, cobardes...

LA imagen de la semana ha sido la de Toñi Santiago ante los magistrados, declarando en el juicio contra los etarras que asesinaron a Silvia, su hija de seis años. Ocurrió cuando estos tipos hicieron estallar una bomba en la casa cuartel de Santa Pola, el 4 de agosto de 2002.

En la voz de Toñi Santiago bulle una década de dolor. Ella misma ha contado ante los jueces que, con esa misma voz, rota y aguda, fue cantando al oído de su hija, cuando la recogió entre escombros y la llevaron con urgencia hasta el hospital. En la ambulancia estremecida, cantaba y rezaba al oído de la niña, que cuando llegó al centro médico ya había muerto. Lo que Toñi Santiago sostenía era el naufragio prematuro de una vida apenas comenzada. Una hija muerta.

El hilo de voz de esta madre ante los jueces ha resultado un manantial de agua clara. Y con él ha colmado un relato del que yo rescato para usted un pensamiento: "¡Que ningún padre tenga que enterrar nunca a un hijo en manos de esta gente, por favor!". Es decir, que el sacrificio, que la muerte de su hija, no sea en vano. Que sea la última en tales circunstancias. Que sea la última asesinada. Que su tragedia, sus llantos a deshoras y sus años rotos no se vuelvan a repetir en ninguna otra madre.

Y es este un pensamiento común, que se repite como un gen del dolor en los progenitores de los menores muertos a manos de asesinos. Lo escuchamos en la madre de Marta del Castillo. O de Sandra Palo. O de Mari Luz Cortés. Que las muertes de sus pequeñas no queden como una anécdota macabra en la negra estadística del horror. No sé si esto es un estímulo reflejo, cuando una ya sabe que no queda nada, que la vida es irrecuperable, que todos los sueños, proyectos y esperanzas que habían germinado en torno a la hija se han secado para siempre. No sé si este pensamiento recurrente -que mi hija sea la última- es la prueba de que, a pesar de que han pasado diez años, en la cabeza de Toñi Santiago sigue presente que Silvia sería ahora una mujercita de dieciséis años, como una flor adolescente y hermosa. O sea, que los hijos muertos siguen creciendo y cumpliendo años en las mentes de sus padres, que arrastran el recuerdo perpetuo, las cadenas de sus retoños malogrados.

Toñi Santiago, después de su declaración, se volvió a los etarras y les llamó "asesinos, cobardes, hijos de puta". Y se lo dijo con la misma voz con la que acababa de hacer vibrar a la Justicia narrando el asesinato de su hija. Con la misma voz sobre la que se alzaban en equilibrio la decencia y la dignidad. Con la misma voz con la que despidió cantando y rezando al oído de la niña Silvia, que se le moría, que se le murió. En la voz de una madre siempre canta la verdad.

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