EL 27 de enero de 1945 el ser humano conoció el horror. Muchos jóvenes germanos, según la encuesta de un semanario alemán, no saben que en Auschwitz, Polonia, hubo una vez un campo de concentración en el que los infiernos de Dante subieron a la faz de la tierra. Quizá temiendo algo así, en 2005, la ONU decidió que esta fecha debería servir para que no olvidemos nunca aquel horror.

El 27 de enero de 1945, el ejército soviético entró en el campo de concentración de Auschwitz. No era el primero con el que se encontraban, porque desde hacía meses, comiéndoles terreno a los nazis, otros campos se habían descubierto. El intento hitleriano por borrar las huellas de lo cometido, como todo lo que planea la prisa, quedó a medio hacer.

Sin embargo, lo que se encontró en Auschwitz superaba lo anterior. Había sobrevivientes, algunos niños, y seres humanos a los que costó trabajo reconocer como tales: sus cuerpos no superaban los treinta kilos. Fundas de pellejo envolviendo huesos. Caras que miraban desde unos pómulos modelados por el hambre y la tortura. Y pilas de cadáveres. Los muertos apenas se diferenciaban de los vivos. Encontraron trajes de hombres y de mujeres, cientos de miles. Y más de siete mil kilos de cabello humano. ¿Qué era aquello, por todos los dioses? ¿Dónde miraban las deidades mientras se pergeñó tal despropósito? El propio Papa Benedicto XVI expresó esa duda al visitar otro de los campos de concentración, en Mauthausen.

Y entonces, se descubrieron las cámaras de gas, donde las víctimas eran introducidas como ganado. Apiñados mujeres, niños y hombres que físicamente ya no daban más de sí. Las cámaras eran de hormigón y anchas paredes, para que desde fuera no se escucharan los gritos agonizantes. Suspiros, lamentos, voces aullando. Los nazis se regodeaban en esos instantes de dolor. Y cuando se cansaban de los gemidos, lanzaban desde arriba unas bolas de Zyklon B, agente tóxico que, al caer donde estaban los cuerpos, reaccionaba ante el calor humano y se convertía en gas letal. En veinte minutos, todos muertos. Ventilaban la cámara y entraban otros prisioneros a acarrear los cadáveres hasta el crematorio, donde se les despojaba de toda pertenencia, vestidos, anillos, dientes de oro y pelo. Las cenizas se usaban como abono o se vertían en ríos.

¿Por qué los jóvenes desconocen qué pasó en Auschwitz? Porque no se lo han contado, porque no han querido escuchar o porque las generaciones anteriores enmudecen, bien por asco, por miedo o por horror. Pero el único medio de que esto no vuelva a ocurrir es recordarlo. Que, por cierto, los genocidios han seguido, y siguen, en otros sitios. Que los dioses no miren para otro lado. Pero nosotros, tampoco.

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