Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Ay, el progreso

Si la política progresista protege los derechos de las personas, la praxis actual sólo aspira a protegerse a sí misma

Será que a uno le puede la nostalgia, pero entre los que se reivindican a la izquierda, los que se dicen ni de izquierdas ni de derechas y los que se empecinan en el centro, lo que de verdad se echa de menos es el viejo debate entre tendencias progresistas y conservadoras. Seguramente hay algo de pegatina setentera en todo esto, de acuerdo; pero qué quieren que les diga, cuando un partido como Ciudadanos se reafirma en el liberalismo al mismo tiempo que en la querencia progresista, da la impresión de que ésta ha quedado en no hacer demasiado caso a los curas mientras la tarta, eso sí, se sigue repartiendo entre las mismas barbas. Con Susana Díaz en plena plataforma de lanzamiento ya sabemos las políticas de progreso que podemos esperar al respecto: en esencia, la que consiste en no mover un dedo mientras se promulga un carisma de melocotón en almíbar. Y luego está la izquierda que aspira a asaltar el cielo, la que dice no y cree que es suficiente, la que hace política del rencor según criterios de caducidad probada, pero ensimismada y pobrecita, empeñada en pregonar que todos somos iguales para que así se nos vea el pelo mientras rinde toda la pleitesía debida al nacionalismo cavernario. Si no hay debate entre conservadurismo y progreso es porque no hay progreso: perdura el mismo afán de sillón.

Y no hay progreso porque si en algo delata su flaqueza el sistema democrático es en su incapacidad de análisis del presente. El mundo se ha vuelto complejo, cambiante e imprevisible, pero sólo ha habido dos respuestas políticas: la estricta fijación al poste a la espera de que pase todo o la presunta recuperación del debate ideológico en virtud de una estrategia que huele demasiado a oportunismo y cuya ineficacia ya ha quedado ampliamente demostrada. El problema es que, mientras tanto, en ese mundo aún por definir aparecen nuevas formas de marginalidad, exclusión y vulneración de derechos, auspiciadas por un clima de opinión pública donde se confunden con total impunidad la información y el bulo (demasiada gente hablando de lo que no sabe) y que los inventores de candidaturas y programas ni siquiera huelen. Su mundo, al cabo, es otro. Si la política progresista es la que distingue y protege los derechos de las personas, la praxis actual únicamente aspira a protegerse a sí misma. La persona es un ente desconocido o un incordio.

La crisis sirvió en bandeja lo que muchos anhelaban: un horizonte que sólo podía ser económico. Quién iba a decirnos que el progreso llegaría a estar tan lejos de la política. Agazapado, triste, solo. Improbable.

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