Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

A cada uno lo suyo

QUIENES hemos llegado tarde -y lo que nos queda- a todas esas herramientas que han hecho de nosotros criaturas más o menos tecnodependientes, hemos aprendido a contenernos a la hora de hacer bromas sobre aquellas o quienes las utilizan, sabedores de que en cualquier momento y aunque sea un poco a regañadientes podemos, como viene sucediendo desde que llegó la telefonía móvil, contarnos entre sus usuarios. Hay los entusiastas añosos, que son los peores, pero uno, definitivamente, se encuentra más a gusto entre los rezagados a los que fastidia infinito ese imperativo tan de nuestra época que obliga a la renovación permanente, algo parecido a una maldición que nos condenara a leer prospectos de por vida.

Luego, como ocurre con todo, es el uso lo que nos retrata, y tan cómicos resultan quienes no se explican cómo pudieron vivir antes de la aparición de novedades hoy cotidianas como los que, desde el lado opuesto, se entregan a la boba añoranza de tiempos supuestamente más auténticos. A la hora de relacionarse, sea en vivo o a través de medios cualesquiera, lo que deseamos es que las personas a las que apreciamos se dirijan a nosotros como los individuos peculiares que somos, con nuestras neurosis y singularidades. El correo electrónico ha hecho tanto por la recuperación del hábito de la escritura que le podemos perdonar que haya favorecido la proliferación de los mensajes impersonales, pero la eficacia de la comunicación instantánea o la urgencia en la que estamos instalados no siempre justifica que nos veamos agrupados, como receptores intercambiables, en paquetes meramente informativos.

No le podemos pedir a nadie que escriba cien correos para decir lo que puede anunciarse de una vez, pero lo que vale para unas cosas -datos, invitaciones, convocatorias- no tiene sentido para otras. La ampliación de campo que ha supuesto internet, en particular el modo inmediato y global de contactar a través de las redes sociales, ha llevado el principio de economía a extremos que rayan la desconsideración o la indelicadeza. De este modo, comentaristas muy activos en las ventanas propias o ajenas han desaprendido el trato demorado que requiere la amistad de los amigos no virtuales y se diría que piensan que los mensajes de un solo destinatario -los realmente valiosos, los que se responden con alegría- son una pérdida de tiempo. Al margen de los seguidores o partidarios, cultivarla exige dar, como en el famoso precepto de Ulpiano, a cada uno lo suyo.

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