En un principio las banderas nacieron para identificar a los ejércitos en la guerra y que la soldadesca no se despistara en el campo de batalla. Después a esa necesidad bélica se le fueron atribuyendo ropajes y significados, pero lo cierto es que sus inicios no fueron muy pacíficos. Incluso la enseña española adoptó los actuales colores para hacer más distinguibles nuestras embarcaciones en los enfrentamientos navales. Así es la historia.

Ahora tratamos de adjudicar a la bandera un mensaje político propio y excluyente en reafirmación de una identidad social que algunos sienten en la urgencia de remarcar. Corremos un serio riesgo de confundir lo esencial con lo accidental y el hecho de intentar combatir el separatismo catalán, tan recargado de símbolos, fechas y lazos, con las misma armas y los mismos resortes nos puede llevar a plantear el debate político en el exclusivo terreno de los sentimientos, tratando de confrontar identidades, banderas y amores patrios, aumentando así, cada día más, las divisiones y los enfrentamientos. Nos deslizamos peligrosamente a una pugna de gestos y emblemas en los que la reflexión y la racionalidad cada vez pueden quedar más lejos. Este política emocional de viejas raíces, basado en el sentimentalismo y el chovinismo nos acerca al nacionalismo más ramplón. No dudo que esta estrategia de fomentar la simbología de los sentimientos pueda dar sus réditos electorales a corto plazo, pero no son un camino responsable para encontrar soluciones políticas al problema planteado. Más riguroso y responsable sería proponer con firmeza la defensa no de símbolos y abstracciones, sino de principios y criterios como la Constitución, el estado de derecho y la solidaridad como elemento esencial de una sociedad justa. Mejor sería proclamar el respeto y la defensa de la diferencia y a la vez exigir la igualdad entre todos los españoles. Posiblemente este discurso no provoque himnos de letras improvisadas ni arranque lágrimas en un escenario, pero llevaría el debate, al menos desde esta parte, por los cauces de la reflexión y la racionalidad, sin complejos ni vacilaciones. La cuestión está en saber que nada en este problema del separatismo catalán es simple ni gratuito y que la búsqueda irresponsable de beneficios electorales pueden agravar un problema de alcance histórico y son los responsables políticos, al menos los del sector constitucionalista, los que tendrían que dar muestras de seriedad y rigor. Todos.

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