Bendito Houellebecq

Aunque caigan todos los velos, al final siempre queda en pie el gran tabú, la religión

Por unos días no han coincidido en Málaga dos enemigos irreconciliables, Dios y Houellebecq, pero el domingo, tras su semana grande, Dios se retiraba de las calles justo para evitar encontrarse con el que quizá sea ahora mismo el escritor vivo más irreverente, corrosivo y estimulante, Michel Houellebecq, que acude este viernes a La Noche de los Libros en La Térmica para hacer lo que mejor sabe, no tener pelos en la lengua, con nada. Sus novelas son como una patada en el pecho, te dejan sin aire a cada vuelta de página, a base de hurgar y lacerar en las heridas más purulentas de la sociedad occidental y, especialmente, de nuestra vieja y contradictoria Europa. Houellebecq es un espejo terrible por donde desfilan desnudos el sentido de la vida, o su ausencia, el drama de la pérdida de la juventud en una sociedad obsesionada con ella, el pacatismo sexual, la carga estúpida e inútil de consumirte persiguiendo el mal llamado éxito social, la naturalización del suicidio y, sobrevolando todo, el problema de la religión en una sociedad que, sin terminar de dejar atrás la suya propia, se enfrenta a convivir con una cultura ajena profundamente religiosa, que debería confrontar mucho más sus principios.

Lo curioso con Houellebecq es que, a pesar de decir cosas terribles sobre nuestra sociedad, sobre lo completamente equivocadas de nuestras metas, y a pesar de transgredir todo los límites posibles en el tratamiento del envejecimiento, del amor, del matrimonio, del sexo y de la mujer, a pesar de todo ello, su gran pecado es siempre ser un islamófobo, o, más bien, ser inflexible con una actitud religiosa que no se debería amparar en una sociedad emancipada. Y es que, aunque caigan todos los velos, al final siempre queda en pie el gran tabú, la religión, que sigue siendo infranqueable incluso en una sociedad supuestamente ilustrada y cimentada sobre el laicismo, como la francesa, o la europea en general. Pero justamente lo que Houellebecq muestra más descarnadamente es lo lejos que estamos aún de poder juzgar y criticar libremente las creencias religiosas, lo apocados que somos ante el asunto, y lo fácil, pero lo cobarde, que es disfrazarlo de una tolerancia mal entendida.

No duden en acercarse este viernes a La Térmica, y tan solo recen por que nadie le pregunte qué opina de la Semana Santa.

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