Definitivamente la cuestión catalana produce hartazgo en la opinión pública, que tiene la sensación de que estamos permanentemente en la casilla de salida sin que se vea que exista ningún avance. Todo el camino recorrido desde que comenzó el procés es una interminable vuelta a la noria de una dialéctica gastada y sabida. Ha sido necesario este largo recorrido de enfrentamientos para llegar a la conclusión de que son dos los elementos esenciales del problema. Por un lado, parece evidente que el Estado no va a permitir que se ponga en cuestión la unidad territorial de España, tan claramente subrayada en la constitución. Y de otro, igualmente es un hecho incontestable que el movimiento independentista, lejos de ser una actitud pasajera y minoritaria, es una posición que parece permanecer en el sentimiento de una parte muy importante de la sociedad catalana y que tiene la suficiente fuerza como para desestabilizar la vida política, social y económica de Cataluña y también del resto de España. Llegados hasta aquí, cosa que se podía presuponer desde hace tiempo, y admitiendo como realidades inevitables estos dos puntos, sería bueno buscar fórmulas capaces de deshacer este nudo.

No parece que el unilateralismo en el que sigue empeñado Puigdemont aporte algo más que un enfrentamiento que nos llevará a un bucle infinito de parálisis institucional y de inacabables procesos electorales. Pero también la posición gubernamental de parapetarse en la acción judicial como única fórmula de solucionar el problema solo va a llegar a la determinación de responsabilidades penales, pero no puede aportar soluciones ni vías de salida al conflicto. Admitido esto se puede pensar que la salida consiste en aceptar el enfrentamiento como algo inevitable con lo que estamos condenados a convivir y por tanto la salida no es más que armarse de paciencia y minimizar daños. Pero para los no resignados no cabe otra fórmula que intentar buscar caminos distintos a los recorridos y hacer el esfuerzo de encontrar zonas de entendimiento, por dificultosas y remotas que puedan parecer. Sé que estas propuestas de diálogo y posibles acuerdos se sitúan en una especie de limbo político, actualmente llamado buenismo, y que suele cosechar la crítica y el desprecio de todos los partidarios de actitudes teóricamente más firmes y combativas. La tibieza no tiene buena acogida en estos momentos, pero lo cierto es que fuera de este denostado buenismo no he encontrado ninguna propuesta que no nos lleve al enfrentamiento permanente y estéril.

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