La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Caída y resurgir de las utopías

LAS utopías han acompañado la vida del hombre. ¿Quién no las ha soñado alguna vez? Con frecuencia salen del horizonte personal para abarcar la colectividad. Surgen así las llamadas utopías sociales. Algunos las sitúan en el pasado, como hizo nuestro don Quijote, cuando discurseaba ante los atónitos cabreros que le oían lo de "Dichoso el tiempo…". En una remota era del pasado, de oro o de plata, existiría una sociedad idílica, cuyos habitantes viven en fraternidad, comparten sus bienes, y apenas realizan esfuerzos para conseguir lo necesario para la vida, ya que todas las cosas son de fácil acceso.

Pero la mayor parte de las utopías sociales conocidas postergan el período de dicha, el Paraíso, a un tiempo futuro o a un lugar imaginario. Las tres utopías literarias clásicas (las de Tomás Moro, Campanella y Bacon) se desarrollan precisamente aquí. Sin embargo, en el XVIII, durante el Siglo de las Luces, las cosas cambian sustancialmente, preparándose el terreno al advenimiento de utopías que se pretenden realizables a medio o largo plazo.

La Revolución Francesa es el primer intento de plasmar un pensamiento utópico. Se trata, como en las utopías que siguen, de generar un hombre y una sociedad nuevos con ayuda de la razón. A diferencia de anteriores, las que inaugura el evento francés, se conciben para cumplirse en el tiempo histórico. Basta para ello con la voluntad del hombre, o mejor la de quienes (concienciados o en la vanguardia), conocen la ruta a seguir, auxiliados de la inteligencia y, en su caso, de la ciencia. Es más, en algunas se justificaba el uso de la violencia como un instrumento necesario para despejar el camino, liberando al pueblo de sus opresores, y combatir, en nombre del prometedor futuro, a quienes se opongan (los "refractarios", "reaccionarios", "enemigos del pueblo" o "fascistas"), a lo que denominan Progreso.

Al término se constituiría el Paraíso en la tierra, donde el hombre será virtuoso, solidario y feliz, sin necesidad de esperar a la acción divina ni la llegada del final de los tiempos, como anunciaba la esperanza bíblica.

Para que este tipo de utopías sociales, secularización de la propuesta cristiana, se realizara, fue preciso que la cultura occidental aceptase una visión sesgada de la naturaleza humana. Grosso modo, la idea de que el pecado sólo existe en la mente de los sacerdotes y de que la presencia del mal en el mundo no es sino producto de la ignorancia o de factores sociales condicionantes de la conducta personal. La pervivencia del anticlericalismo se debe en parte a la idea de que la Iglesia y sus representantes son un obstáculo para el progreso y la felicidad del hombre, al recordarle la existencia del pecado original, el Demonio y aquello de "polvo eres y en polvo te convertirás".

Las utopías sociales posteriores a 1789 incorporan tan sustancial desviación. Me refiero a las procedentes de las grandes ideologías: liberalismo, nacionalismo, positivismo, marxismo y nacionalsocialismo, con diferencias notables, pero compartiendo los principios de autonomía del hombre y la capacidad del mismo para forjarlas en el tiempo histórico.

La experiencia de la Humanidad acerca de los resultados de las mismas, después de tantos sacrificios y muerte, es desmoralizadora: revoluciones, guerras, Holocausto, matanzas gigantescas y represalias sin fin… Ciertamente, no se puede decir que no hayamos aprendido la lección: la universalidad de la idea de tolerancia y la defensa de los derechos humanos, entre otros, parten de ahí. Sin embargo, han emergido otras nuevas, compartiendo con las anteriores los principios posilustrados. Lo que, paradójicamente, no excluye, en paralelo, un cierto pesimismo antropológico.

Son varios los intentos utópicos en marcha: la Sociedad del bienestar plena, la multiculturalidad y el ecocentrismo. La primera olvida los referentes religiosos (no hay sino el tiempo presente) y trata de colmar las necesidades materiales y evitar todo sufrimiento físico y psíquico, con el concurso de la ciencia y la técnica, sin olvidar prácticas como la eugenesia y la eutanasia. Exige que las masas asuman que la vida sólo vale si es satisfactoria; se distraigan convenientemente y compensen los efectos de la mala conciencia por la desigual distribución del bienestar.

En cambio, el horizonte de la multiculturalidad se sitúa en una sociedad global, igualitaria y mestiza, resultante de la disolución de las culturas. Antes, eso sí, es preciso que Occidente renuncie a creerse cultura dominante, a sus propias raíces y reconozca sus culpas históricas.

Por último, la utopía ecocéntrica. El hombre es un ser vivo más. Su suerte está unida a la del planeta y su superioridad es meramente cultural. Debe regular su desaforado consumo, amortiguándolo con una economía sostenible. Su Paraíso futuro estriba en la integración plena en la Naturaleza, especie de Madre Tierra nutricia, que como en un remoto pasado, toma categoría divina. ¿Logrará el hombre actual alcanzar por fin el Paraíso en la tierra con sus propias fuerzas?

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