EL decreto de reforma de la ley de cajas de ahorros, que intenta adaptar la legislación andaluza al cambio del sistema financiero realizado por el Gobierno en el mes de julio del año 2010, tiene visos de ser poco más que un brindis al sol. Tampoco se entiende que la Junta de Andalucía buscase la colaboración de la oposición para el intento frustrado de fusión entre cajas andaluzas y ahora, en cambio, saque adelante un decreto prescindiendo del consenso con las otras fuerzas políticas. Quizás por esa razón el decreto tiene un carácter principalmente técnico, de mera adaptación a la normativa nacional. En un sector que se globaliza y que para aumentar de tamaño tiene que salir de sus regiones de origen, la regulación autonómica tiene una efectividad limitada. La Junta haría bien en adaptar su normativa a las nuevas condiciones que ha impuesto el mercado. La referencia del Consejo de Gobierno en la que se explicó el martes el decreto presentó, además, una apariencia demagógica al anunciar el recorte de las retribuciones de los directivos, cuando en realidad la norma habla de los miembros de los órganos de gobierno de las entidades. La medida, en cualquier caso, no afectará a las cúpulas de unas cajas que están en proceso de bancarización y que, por tanto, permitirán a sus máximos responsables cobrar según los criterios del sector bancario. Por otra parte, se procede a disminuir la representación pública en las cajas -impidiendo, de modo positivo, que los cargos políticos puedan pertenecer a los órganos de gobierno-, limitando la participación de los ayuntamientos y aumentando, en cambio, el peso de otras entidades y organizaciones cuya representatividad no procede de la política. En definitiva, el decreto no viene a impulsar el sector para hacerlo más competitivo, sino a retocar su organización sin mayor ambición. Porque no está ya en las manos de la comunidad autónoma construir un sector financiero propio. El mundo se ha hecho demasiado grande y las miras no pueden ser estrechas.

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