Redacto estas líneas a modo de despedida. Sospecho que cuando las lea me será difícil escribir otras. Salvo causa de fuerza mayor, ahora estaré desfilando hacia comisaría para rogar que me tomen declaración. Soy culpable. Y además, un graciosillo que nunca ha sabido cantar. Sólo lo hago cuando los vapores etílicos provocan que la juerga supere la fase primera de exaltación de la amistad para introducirse en los cánticos regionales. Pero pésimo vocalista, intento que pronto se afronte la recta final de los insultos al clero, donde chistoso yo, intento lucirme con mis mejores gracietas. Lo confieso, he contado chistes sobre curas y monjas; ingleses, franceses y alemanes en un tren o un avión a punto de estrellarse; y de mariquitas y machos tan machos que no sabían que eran mariquitas. Pero admito que el que más me gusta es uno sobre un mono que quita su hombría a un león. Tan surrealista como merecedor de condena por parte de una asociación protectora de animales. Mi catálogo contempla todos los estereotipos posibles y sólo puedo alegar que no he contado ninguno sobre Carrero Blanco. Cuarenta años después de que pasara a otra vida, que no sé si será mejor que la que disfrutaba aquí, son extemporáneos.

Lo siento, quizás haya ofendido a alguien sin querer y seguro que he contado más de uno políticamente incorrecto. Lo que me remite directamente al talego. Lugar que compartiré con Loquillo y Alaska, por sus canciones La mataré y Cómo pudiste hacerme esto a mí, Tom Jones por Delilah y Aerolíneas Federales por Asesine a mi novio, apologías del asesinato de género. Santiago Segura, por la saga Torrente, ensalzamiento de todas las barbaridades imaginables. Y Cristina y los Subterráneos, por los estudiados versos de Alguien que cuide de mí en los que pide un alguien "que quiera matarme y se mate por mí", loa de la violencia de género sumada a la de la estupidez.

La clave para que un chiste tenga gracia es que quien lo escuche esté dispuesto a reírse. En los setenta, con los chistes por los que han condenado a la tuitera se reía media España a escondidas. Ahora no se ríe nadie, aunque para contarlos haya que volver a esconderse. Como argumentaba Jorge de Burgos en El nombre de la Rosa, la risa deforma las facciones y hace que los hombres parezcan monos. Pero riéndonos de nuestra apariencia, también perdemos el miedo. Y eso es lo verdaderamente peligroso.

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