Chopin como antídoto

No es fácil vivir con la enfermedad, más aún sin diagnóstico, sin ayuda, y Chopin lo hizo

El empeño de un físico y melómano suizo, unido a una casualidad, ha permitido que salga a la luz una fotografía desconocida hasta hoy del músico polaco Fryderyk Chopin, pianista romántico cuyas composiciones son uno de los grandes hitos de la cultura europea del XIX. La imagen, según las estimaciones, pudo ser tomada en 1847, cuando el artista tenía 37 años y dos antes de su oscura muerte en París. Chopin aparece con su media melena romántica, con su nariz afilada, gatuna, con ojeras y con cara de enorme mala leche, con una especie de mirada orgullosa que o bien procede de su incomodidad ante el fotógrafo, de alguna discusión mañanera con su pareja de entonces, la escritora George Sand, o de su atormentada personalidad, tan influenciada en esos últimos años de vida por una enfermedad que los médicos no supieron diagnosticar. La historia, de hecho, cuenta que el pianista murió de tubercolosis, que era una enfermedad que a los afanados galenos de la época utilizaban para justificar un roto y un descosido, pero estudios recientes apuntan a que Chopin, que sufrió durante años alucinaciones siniestras, pudo estar afectado de un epilepsia del lobulo temporal. La ciencia, aunque nada se puede probar, desbarata con ello parte del halo romántico, pues los coétanos del artista le achacaban sus visiones a su exquisita sensibilidad, pero el diagnóstico y la nueva fotografía, más fiel que las dos que se conocían previamente, nos colocan sin embargo ante el Chopin hombre y no ante el Chopin leyenda. Al contrario de lo que pueda parecer, eso eleva aún más su figura, tanto en su calidad como artista como en su embargadura humana. No es fácil vivir con la enfermedad, más aún sin diagnóstico, sin apenas ayuda, y Chopin lo hizo mientras dejaba un legado musical gigante. Si nunca lo escucharon, yo les ruego hoy que lo escuchen y si tienen hijos les ruego que se lo pongan en las noches de calma como mi padre hacía conmigo. La música de Chopin, el hombre enfermo, el narigudo, el de las ojeras, me acompaña desde entonces como bálsamo en las noches más jodidas del alma, en los días más fríos de del puñetero corazón. Chopin como antídoto. Chopin, finura y genialidad.

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