El ataque a la capilla de la UAM, última acción del terrorismo cristófobo que parece haber anidado en determinados centros universitarios, no ha recibido la condena explícita de ninguna formación política. Contrasta ese silencio vergonzante con la verdadera gravedad conceptual -que aún no personal ni material- de los hechos ocurridos. Junto a otros previos y similares, manifiestan éstos un pésimo entendimiento de elementos básicos para la construcción de una sociedad pluralista y libre. De entrada, revelan el nivel de degradación intelectual que, consentida, prolifera en muchas de nuestras universidades. Lo recordaba Rafael Garesse, rector de la Autónoma: "la universidad es un ámbito de debate, de tolerancia y de respeto de todas las creencias y valores de los miembros de la comunidad". Es más, si deja de ser esto, no es nada, un mero campo de adoctrinamiento sectario, sufragado por todos, infame en sus fines y en sus métodos. Habría que preguntarse que está ocurriendo en las aulas universitarias españolas para que tales conductas se multipliquen y no sean fulminantemente erradicadas.

Estos pirómanos intolerantes tampoco comprenden el correcto sentido de lo que dicen defender. Si el laicismo es su objetivo, nadie mejor para ilustrarles que quien lucha racionalmente por la idea. La asociación Madrid Laica, por ejemplo, ha querido puntualizar los contornos del propósito: "La laicidad del Estado -afirma- es un principio consustancial de convivencia democrática, donde el derecho a la libertad de conciencia tiene su correspondencia en el respeto y garantía de la libertad religiosa". Pues eso, que ojalá se redoblen los esfuerzos pedagógicos para inculcar tan cabales principios entre la parroquia más cerril y violenta.

Ignoran, en fin, el exacto significado de lo público, una noción que, guste o no, engloba y ha de amparar a todos cuantos integran su enriquecedora y multicolor realidad.

Quizás me empeño en un imposible. Razonar con salvajes, capaces de romperle la nariz a una religiosa "por ser monja" o de vomitar que "la Iglesia que ilumina es la que arde", acaso sea labor inútil. Tanto, al cabo, como la de tratar de convencer a un yihadista de que su dios no puede desear la muerte de nadie. Hijos de un mismo odio, inmunes a la sensatez de las palabras, tal vez ya sólo sea la fuerza implacable de la ley la que pueda combatir y detener el avance mortal de sus asimilables y trastornadas vilezas.

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