Nadie lo vio salir de la zona vallada, cruzar el campo de ortigas, remontar la primera loma de la campiña, nadie supo explicar cómo logró huir del laboratorio y la investigación no dio más resultado que el refuerzo de la sospecha de una ayuda desde dentro. El desciframiento de los referentes del paisaje ocupó sus primeras horas de evadido, hasta que una muchedumbre de pájaros infractores le insinuó el camino del sur. Anduvo entre valles indolentes que parecían recién fundados, activó los sensores de temperatura, percibió un rumor desconocido y un vapor de luz infiltró su peregrinaje de ancestrales melancolías y supuso que aquello era la noche.

Halló una estructura de hormigón tres días después: era la periferia de la ciudad. Un cálculo perimetral validó remotas informaciones y buscó para la recarga el abrupto paraje de un antiguo vertedero. Las coordenadas eran precisas: la medición antigua señalaba aquel día como el primero de un año, un siglo y un milenio. En poco menos de un minuto estableció las correspondencias etimológicas, genéticas y cronológicas que necesitaba. Confirmó que alguna vez en ese lugar existió un ejemplar de lo que entonces se llamaba raza humana con la precisa configuración que lo definía, un precedente, un hombre que murió en una de las cárceles habilitadas tras la última purga después de una vida de lucha, renuncias y misterio. Un hombre que soñó un futuro en el que una forma posterior y evolucionada de sí mismo volvía al lugar de su muerte para resolver el gran enigma, para desvelar el secreto definitivo.

Circunvaló polígonos, esquivó alambradas, identificó insectos y minerales. Lo estarían buscando y lo encontrarían. Pero antes él entró en la torre guiado por un rastro de sangre y asfixia, y en una celda alta una visión retrospectiva, estimulada por azarosas vibraciones, descompuso la porción de sus circuitos más propensa a la inestabilidad. Vio a un hombre famélico que articulaba una palabra prohibida y la repetía con algo parecido a la urgencia, ya sin dolor, sucio de tiempo y de olvido, absurdo en su ceremonia epilogal de letanía y ojos cerrados. Lo vio morir entre cadenas, sintió su frío y su soledad y fue consciente de todas las mentiras que asfaltaban su memoria. Ese hombre había tenido una madre y un hijo cuyas voces ahora llenaban el espacio, solapándose, creciendo y enredándose en otras voces de gentes que habían estado allí, en otra edad. Se sentó a escuchar y a esperar: su confusión no era completa pero sí su felicidad.

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