La tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Débil Europa

POCOS continentes más convulsos que Europa. Vista en perspectiva, su historia ha sido la de un flujo y reflujo de pueblos, una sucesión de guerras, intercaladas, eso sí, con brillantes momentos de civilización y de excelencia. Diríase que nunca un pedazo de tierra tan pequeño (poco más de 10,5 millones de kilómetros cuadrados incluyendo la parte rusa) ha sido capaz de contener tanta variedad de conflictos, pero también de momentos de esplendor.

Sin embargo, hay dos hechos clave que me interesa aquí recordar. El primero, su profunda articulación como continente a partir de los fundamentos cristianos; el segundo, mucho más reciente y fugaz: su relativa estabilidad, después de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, no obstante su división en dos grandes bloques antagónicos, el comunista de un lado y el capitalista de otro. Este tiempo, hasta nuestros días, coincidirá, grosso modo, con el de la creación y desarrollo de la Comunidad o Unión Europea.

En cambio, hoy nos hallamos en Europa ante un panorama incierto y una preocupante pérdida de sustancia. Ambos aspectos se vinculan a una profunda crisis de identidad. Me referiré a dos hechos evidentes: la incapacidad de nuestros dirigentes para el reconocimiento de algo tan obvio como son las citadas raíces cristianas, según se puso de manifiesto objetivamente en el texto de la frustrada Constitución europea de hace unos años, y en la actitud confusa y dubitativa hacia el islam.

Qué duda cabe de que Europa sería muy distinta de no haber bebido en la tradición cristiana, manteniéndose en ella durante siglos. Probablemente, ni siquiera la idea de la tolerancia, hoy tan acariciada entre nosotros, habría tenido cabida. No digamos ya nada la separación, costosa qué duda cabe, de lo secular y lo religioso en diferentes planos de nuestra vida social y política. Sin contar, hasta hace apenas unas décadas, la abrumadora mayoría de europeos que profesaban la religión cristiana en alguna de sus ramas. ¿Y qué decir de las huellas en la cultura, tanto de élite como popular?

Sin embargo, lejos de un natural y objetivo reconocimiento de esta realidad, se ha optado por negarla, en una especie de reedición trágica del complejo de Edipo, que sólo en el asesinato del padre contempla la posibilidad de su propia emancipación. La respuesta, nada novedosa por cierto, ya sabemos a qué extremos llevó a la Europa atormentada de la primera década del siglo XX.

Pero, de manera paralela, e, insisto, estrechamente unida con lo anterior, Europa, o mejor sus dirigentes, muestran una actitud dubitativa, cuando no claudicante, ante el islam. Evidentemente, no es sensato relacionar a éste, en su globalidad, con el terrorismo. Sería, sin duda, una crasa mentira. Pero tampoco puede olvidar Europa las enormes diferencias que le separan de sus formas de vida, su comprensión del Estado, de las relaciones entre el hombre y la mujer y de ésta en sí misma. Es más, no puede cerrar los ojos ante la falta general de reciprocidad entre el respeto y reconocimiento que otorga Europa a los seguidores del islam y los que reciben en los países de este contexto nuestros correligionarios cristianos. Las tesis de alianzas interculturales no pasan de ser utópicos proyectos.

El problema subyacente es que, desde el vacío, desde la ruptura de vínculos y raíces, es muy difícil que Europa pueda definir una identidad propia y, a partir de ella, mantener el diálogo con quienes tienen otra distinta. Por cierto, muy viva en el islam, y no siempre mostrando la misma condescendencia hacia quien, no sólo le tolera, sino que le promociona a costa de los que se mantienen fieles a sus orígenes cristianos.

Y puesto que el no saber lo que se es da origen a la confusión, ahí tenemos servidas las paradojas. Así, la de quienes se presentan como adalides de la liberación de la mujer, pero se muestran a la vez condescendientes con formas graves de discriminación hacia ella. O dicen abogar por las libertades y la democracia, pero no denuncian la falta de ambas en un número importante de países árabes. O ni siquiera les preocupa el avance del integrismo islámico en otros antes más abiertos.

En tal actitud se puede detectar con frecuencia una sospechosa cristofobia, por la cual se prefiere mantener una contradicción tan aguda con tal de disminuir o anular el influjo cristiano. Esta tentación suicida ahondará aún más la debilidad de Europa, ante una cultura más proclive a la vida (compárese el número de nacimientos entre los países islámicos y los europeos), con una mayor confianza en la fuerza de sus convicciones y sin el vacío moral y el sentimiento nihilista que recorre como un fantasma Europa.

Dicha debilidad propiciará el progreso de los nacionalismos en nuestro Continente (Bélgica, España, Italia), a través de la asunción de símbolos e ideologías que permitan la creación de identidades propias, capaces de movilizar un número importante de ciudadanos.

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