La ciudad y los días

Carlos Colón

Deliciosamente tontos

SI existe algo parecido a un creacionista radical que niegue la ciencia en nombre de Dios, condenando el evolucionismo y tomándose la Biblia tan al pie de la letra como un manual de instrucciones de Ikea, es un evolucionista radical que niegue a Dios en nombre de la ciencia, condenando la religión como superstición irracional. Da igual lo inteligente que sea y el prestigio científico que justamente se haya ganado: en lo que a esta cuestión se refiere se comporta como un tipo analfabeto de la Norteamérica profunda. Y es que, como la historia enseña, ni la inteligencia ni la sabiduría curan ciertas formas de sectarismo. ¿O no lo eran Heidegger y Von Braun, sin que su inteligencia y su sabiduría les vacunaran contra el nazismo?

Viene la cosa a cuento de la campaña de propaganda atea promovida por el prestigioso biólogo inglés Richard Dawkins, que utilizará un eslogan memo y simplón -Dios probablemente no existe, deje de preocuparse y disfrute de su vida- que demuestra la ceguera en la que los más inteligentes pueden incurrir cuando juicios y prejuicios, o ciencia y aversiones, se mezclan.

No voy a entrar en si creer en la existencia de Dios es una fuente de preocupaciones que impide disfrutar de la vida o no: juzgue cada cual según su experiencia. Pero sí en la torpe simpleza del eslogan y en su dañina coincidencia con las fuerzas más reaccionarias e irracionales actualmente empeñadas en banalizar la vida y reducir a una única dimensión al ser humano.

Basta sustituir en el eslogan la palabra Dios por cualquier otra cargada de valor -libertad, cultura, reflexión, ética- para hacerse una idea del bando al que, quizás involuntariamente, se ha unido el biólogo. Porque la cosa suena al mundo feliz de Huxley en el que, mira por donde, el triunfo de la biogenética había logrado que los seres humanos fueran selectivamente producidos en laboratorios; o a la sociedad de Fahrenheit 451 de Bradbury que prohíbe la lectura porque hace desgraciados -por hacerles sentir y pensar- a los ciudadanos condenados a una uniforme felicidad obligatoria. Estas dictaduras de la banalidad habrían suscrito el "deje de preocuparse y disfrute de la vida" de Dawkins.

Despreocupados y disfrutando de la vida nos quieren cuantos pretenden que sin pensar, ignorando a los otros y consumiendo compulsivamente, se sería más feliz. Pero en esos mundos felices sin Dios ni las películas de Bresson, Dreyer o Pasolini, ni las músicas de Stravinsky, Penderecki o Messiaen, ni los ensayos de Hannah Arendt, Albert Camus o Martin Buber -por citar sólo personalidades del siglo XX- se habrían creado o escrito.

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