NO conocía París y he regresado sin conocerla. La ciudad de la luz salpicada de sombras. Desde el autobús vimos la Torre Eiffel. Una ocupación intelectual, consentida por ignorada. En realidad la inventaron Koechlin y Nouguier. Pero su jefe compró la patente. Luego retocó el proyecto y lo presentó como propio para la exposición universal. Bajamos frente al Arco del Triunfo. Un monumento levantado a las glorias bélicas del imperio francés. Muchas son derrotas españolas. Y fueron precisamente españoles los primeros en liberar a la Francia cobarde de Vichy de la ocupación nazi. Lo atravesaron en alpargatas, con banderas tricolores y rojinegras, subidos a carros de combate que llevaban tatuados los mismos nombres de las ciudades que tomó y perdió Napoleón. La historia se venga de la historia. Camino al hotel, atisbamos la Iglesia del Sagrado Corazón. Construida premeditadamente sobre los cañones que defendió el pueblo en Montmartre. Allí nació La Comuna. Y ya no queda huella alguna de aquel tiempo de cerezas. Bajamos hacia la Plaza de la Concordia. Hermoso nombre si no fuera porque su eje lo dibuja en el aire un robo de Estado: el obelisco de Luxor. Yo estuve allí, en Egipto, alucinado por la cojera del espectacular yacimiento. Al menos lo pude componer mentalmente. El mismo consuelo estúpido que padecí en el Museo Británico con la Acrópolis ateniense.

Egipto ha roto relaciones con el Louvre mientras no devuelva cinco fragmentos de unos frescos funerarios con más de 3.500 años de antigüedad. Piezas robadas que adquirió el museo en una casa de subastas. Como tantas otras Victorias de Samotracia. Más allá de vendettas políticas, como la derrota de su ministro de Cultura a presidir la Unesco, precisamente en París, con lo oposición manifiesta del Gobierno y de ciertos intelectuales franceses, Egipto tiene razón. Y no sólo en esas piezas. Tampoco Alemania le cedió el busto de Nefertiti para una exposición temporal, ni Gran Bretaña la Piedra Rosetta. Tres países europeos que fundaron parte de su identidad patrimonial en la depredación del otro para ocupar el vacío de su pasado. A España no le hizo falta. Tampoco a Italia. Porque tenemos pasado. Y por eso se puede visitar el Museo del Oro en Bogotá y no en Madrid. Ahora que se acerca el Día de la Hispanidad, dejemos claro que la colonización española de América fue un expolio identitario. Sin duda. No podía ser de otra forma. Como decía Ibn Jaldún, el pasado debe mirarse con los ojos del pasado. Pero la misma España que abolió la diferencia cultural en las fronteras de la península expulsando a moriscos, judíos y gitanos; la misma España que impuso el castellano y el catolicismo también en América bajo la amenaza inquisitorial; la misma España que cargó sus barcos de oro pero de ningún nativo para no manchar su sangre; esa misma España, no trajo consigo para presumir ninguna pirámide, ninguna estatua. Primero, porque muchas las destruimos o fundimos. Y segundo, porque somos aún más predadores en alma que en cuerpo. Andalucía, afortunadamente, ni eso.

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