Corremos el riesgo de aceptar la resignación como actitud permanente. La cada vez más complicada y contradictoria vida política catalana nos invita a darle la espalda, a desinteresarnos de ella y a aceptar como un mal endémico esta convivencia incomprensiblemente retorcida. Fue el presidente Montilla el que hace años advirtió de la creciente desafección de la sociedad catalana en su relación con el resto de España. Esta advertencia no causó mayor alarma ni preocupación mientras que la grieta afectiva que apareció entonces se fue ensanchando hasta convertirse en una brecha que ahora se ve alarmante. Al día de hoy ya parece evidente que la mitad de la sociedad catalana se siente alejada de cualquier proyecto español y del desafecto inicial se ha pasado a un claro enfrentamiento. Y lo que es peor, estas huellas de la confrontación política que parecen ir en aumento no tendrán una sanación rápida ni completa.

Pero en el resto de la sociedad española empieza a sentirse la misma desafección de manera creciente. De la extrañeza e incomprensión ante el sentimiento separatista hemos pasado al hartazgo y de ahí, sin grandes matizaciones, al desprecio y al enfrentamiento. Cada vez más las descalificaciones globales, los rechazos radicales o las frases gruesas son la forma generalizada de referirse al problema catalán. Da la sensación que se ha abandonado el complejo ejercicio de la empatía o del esfuerzo en entender algunas reivindicaciones y cada vez nos sentimos más proclives a los análisis sin matices ni fisuras. Se ha renunciado a distinguir entre separatista y catalanista, entre federalista y soberanista y todo lo que no sea la aceptación cerrada del actual estatus jurídico despierta rechazo y recelo. Electoralmente, y a la vista de los resultados en las urnas, las matizaciones y la equidistancia han gozado de escaso entusiasmo y solo los bloques sin fisuras parecen consolidarse. Es más, la derecha española ha encontrado en la cuestión catalana un esencial campo de confrontación política y tanto PP como Ciudadanos, sabedores de que las tibiezas argumentales no parecen encontrar mucho eco en su electorado, se preparan a una imparable carrera de radicalidad y firmeza condenatoria despertando más animadversión que reflexiones. Así, la desafección irá en aumento y cuando se intente encauzar el problema catalán nos encontraremos con brechas de incomprensión y enfrentamiento que los nuevos discursos no serán capaces de evitar ni tan siquiera de hacer olvidar. Y éste es el verdadero riesgo de esta confrontación.

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