Desmemoria

Tanto Juan Ramón como Aleixandre fueron figuras ejemplares por razones que trascienden la mera literatura

No puede ser casualidad, sino más bien una muestra del escaso valor que concedemos a una modalidad del patrimonio cultural que en naciones más conscientes y respetuosas de su pasado merece una protección de primer orden, el hecho de que las casas de los dos únicos poetas españoles, ambos por cierto andaluces, que han ganado el Nobel de Literatura se encuentren en el mismo lamentable estado de abandono, denunciado desde hace décadas sin que los políticos o los gestores de turno hayan hecho nada para remediarlo. Un repaso por las hemerotecas permite contabilizar por decenas las noticias y artículos dedicados a llamar la atención sobre el olvido de Fuentepiña, la que fuera finca de verano de la familia de Juan Ramón Jiménez en las proximidades de Moguer y sigue siendo, para sus fieles, uno de los referentes centrales de su imaginario, o el chalé madrileño de Velintonia en el que Vicente Aleixandre, desde su ya proverbial exilio interior, recibió a generaciones de jóvenes que se beneficiaron de la hospitalidad, los consejos y el generoso aliento del maestro. Personalmente, consideramos que es aún más grave el primer caso, pues hablamos del mayor poeta en castellano de su siglo y de un escritor al que las autoridades autonómicas, que tanto se precian de defender la universalidad de las raíces andaluzas, deberían honrar con particular cuidado, pero tanto Juan Ramón como Aleixandre fueron, cada uno a su manera e independientemente de las afinidades electivas, figuras ejemplares por razones que trascienden la mera literatura.

No se trata de edificios valiosos por sí mismos -en el caso de Fuentepiña, es también el solar, el paisaje, la tumba del protagonista de un libro cimero- ni nadie mínimamente sensato propone que, una vez recuperados para el uso público, si es que llega ese día, se transformen en recargados santuarios para fetichistas o monumentales centros de interpretación, por usar una de esas pretenciosas acuñaciones que manejan los profesionales de la suntuosidad. Ni siquiera sería necesario convertirlos en museos propiamente dichos, pues bastaría una sobria y adecuada contextualización para que cumplieran su función como lo que ya son: lugares aureolados por una memoria que debe ser preservada. El rescate y la restauración supondrían una inversión relativamente modesta para las administraciones, que gastan muchos millones de euros en espectáculos tan fastuosos como prescindibles o destinados a halagar la vanidad de los vivos. Sólo haría falta voluntad, la intervención justa, ceder el criterio a los que saben -que no siempre son los que más aparecen en los medios- y un poco de buen gusto.

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