Paisaje urbano

Eduardo / osborne

Días de fuego

EL sol cae a plomo sobre las fachadas blancas con las persianas echadas y percute sin piedad sobre el asfalto, convirtiendo las calles en un inhóspito desierto urbano en el que se sólo se oye el ruido cansino de las máquinas de aire acondicionado que afean los balcones. A estas alturas, la normativa de horarios comerciales es papel más que mojado inservible, casi estamos por abonarnos a las tesis del cambio climático y ya hasta se disculpan las chanclas y las camisetas de tirantas. A lo lejos, una pareja de turistas alemanes con la brújula perdida espera en la parada de taxis vacía, acordándose de la familia del simpático empleado de la agencia que le recomendó el destino.

El verano es malo para la salud, y no sólo para la cartera, creo que he escrito otras veces. Y además parece que azuza los malos instintos. Sólo hay que ver los crímenes horrorosos que se cometen a plena luz del día. Un día, un chaval apalea a una señora de la limpieza hasta dejarla sin vida en un centro comercial. Otro, una madre deja en un contenedor a un bebé recién nacido, revivido al mundo por pura casualidad. La semana pasada, un cura es apuñalado a la puerta de su casa por un pariente desequilibrado que se había escapado del hospital cuando lo derivaban al psiquiátrico, como el argumento intrincado de una novela de PD James.

El crimen es más impactante cuanto más cercano. Yo conocí y traté al desgraciado sacerdote y guardo un grato recuerdo de él. Un hombre tímido pero cercano, serio, culto, comprometido. Quizá ese compromiso con los demás haya sido elemento decisivo para su trágico destino. Bastante poco se habla de la voluntad de servicio al prójimo de tantos religiosos, hombres anónimos que igual dan clase en un colegio, colaboran con los más necesitados, ofician en sus parroquias, que sirven de capellán en un convento de clausura.

En la homilía de su funeral, el arzobispo habló de esperanza y de consuelo, pero qué cuesta arriba se nos hace asimilar tanta infamia, cómo tantos inocentes sufren y hasta dejan su vida a manos de locos y desalmados. Qué difícil es ser optimista en este mundo cada vez más disparatado. Frente al retablo barroco, detrás de la clausura, las monjas agustinas del convento de San Leandro entonaban oraciones de despedida al capellán, una brisa suave mientras fuera el fuego de la calle amenazaba con devorarnos de nuevo. Como una sutil metáfora de nuestro tiempo.

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