la tribuna

Daniel Rincón de la Vega e Ignacio Jáuregui Real

Dios está en los detalles

CIERTAMENTE no es lo mismo que le corten a uno una pierna que astillarse una uña, ni es aconsejable desgañitarse ante ofensas menores, aunque sólo sea por no quedarse sin arsenal cuando la vida acabe trayendo alguna realmente grave. Un par de carteles en la fachada -lateral y ciega- de la parroquia de Stella Maris no dan tal vez para mucho rasgar de vestiduras pero, una vez solucionado el problema, merece la pena detenerse en lo que tienen de síntoma. Pocos ciudadanos saben que esta obra de García de Paredes es un bien catalogado y protegido al nivel de la Catedral, y tal vez menos aún, una vez sabido, entenderían por qué. Hay un problema generalizado de fractura del gusto en relación al arte del siglo XX que excede de la capacidad de estas líneas, pero en nuestra ciudad se agrega a ello un desinterés general por lo propio que constituye una paradójica seña de identidad malagueña. El gusto personal es libre, pero uno espera que, con el tiempo, se interiorice el valor. Al fin y al cabo no es improbable que, en su fuero interno, la muy rancia burguesía de Bilbao abomine del Guggenheim: lo importante es que lo sabe valioso, que alardea de él, que se levantaría en armas si lo enfoscaran y pintaran de color vainilla. Stella Maris es una obra relevante en la historia de la arquitectura española, tal vez el único edificio de la capital que accede con naturalidad a las listas nacionales. Debería ser motivo de orgullo, como lo es cualquier logro científico local sin que haga falta entender en qué consiste.

Pero nos engañaremos si pensamos que esto se reduce al desconocimiento o desdén de cierto canon estético. No hay que caminar mucho desde la Alameda para encontrar actuaciones parecidas sobre edificios decimonónicos de apreciación menos discutida. Situémonos en la Plaza de la Constitución. A la derecha, la preciosa embocadura del pasaje Chinitas, obra de Diego Clavero, santo y seña del costumbrismo malagueño, aparece forrada de suelo a techo de un plástico publicitario satinado y obsceno que desfigura el paramento de ladrillo y atosiga el vuelo de los balcones. A la izquierda, en la esquina del hotel Larios que remata la fachada espléndidamente unitaria de nuestra calle mayor, podemos observar un extraño añadido, una imagen religiosa enmarcada en un artefacto neobarroco que se coloca al tresbolillo respecto del orden limpio y geométrico del proyecto de Eduardo Strachan. Si ahora enfilamos la vista hacia la propia calle Larios es probable que encontremos, encaramados a las estupendas farolas de forja, unos floreros incomprensibles empeñados en jorobar literalmente su perfil. Por no hablar de los macetones y papeleras que, como denunciaba hace poco Iñaki Pérez de la Fuente, acosan a la escultura de Blanca Muñoz en Plaza del Siglo.

Estos y otros muchos gestos se dan a diario entre la indiferencia de una ciudadanía que, sin embargo, ha desarrollado en estos años un aprecio inédito por su centro histórico. Se diría que, mientras no haya hormigón y ladrillo de por medio, da todo igual: y sin embargo un zócalo mal puesto, un cartel inoportuno, un color inadecuado (como el rojo pretendidamente andaluz que desfigura desde hace un tiempo la clara liviandad del mercado del Molinillo) pueden resultar más problemáticos para el conjunto histórico que las elevaciones de planta o las inserciones contemporáneas siempre criticadas.

Podemos reclamar a la inspección que esté más pendiente, pero hay que asumir que se trata de cuestiones de escala muy menor, a veces fuera del alcance del radar normativo. Al final los poderes públicos se van a mover al ritmo de lo que más inquieta o solivianta al ciudadano: ahí está el reto, más bien, en conseguir que al malagueño de a pie le llamen la atención y le molesten estas cosas que para nosotros saltan a la vista. Pedagogía ciudadana, pues, y en ello estamos, en la medida de nuestras posibilidades, desde el Colegio de Arquitectos. Lo que sí se puede y debe pedir a la administración es que no colabore a empeorar las cosas. De los ejemplos traídos en este artículo, la mitad son actuaciones públicas. Sea falta de coordinación, inadvertencia o desconocimiento, aquí sí que hay campo para la mejora: difícilmente se podrá exigir a los propietarios privados un rigor que no se aplica en lo público.

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