LA ligereza con que suelen utilizar el dinero público muchos prebostes autonómicos (Benach en Cataluña y Touriño en Galicia son los dos últimos casos) para que la pesada carga del poder les resulte más liviana, y aun gratificante, a base de coches lujosos y estancias sofisticadas, no puede ser una casualidad.

Más bien obedece a causalidades de distinta índole. Una de las más relevantes es que el Estado descentralizado ha propiciado las ínfulas de una clase política que antes tenía un papel periférico, cuasi marginal, limitado a su ámbito territorial, y ahora juega un rol determinante en el escenario patrio. Y no sólo los nacionalismos tradicionales: también los líderes de pequeños partidos de Canarias o Navarra, por ejemplo, han sido colocados en posiciones objetivamente influyentes. Son conscientes, además, de que su influencia es directamente proporcional a su particularismo. Ni CC ni UPN -por seguir con el ejemplo- serían nada en España de no ser por el Estado de las Autonomías. Y sus dirigentes, por tanto, tampoco.

Dos cosas necesitan para realzar ese papel, y las dos las derrochan sin tasa. Una, crear una tupida red clientelar que garantice a la vez el desarme de la sociedad civil y la continuidad del sistema y de quienes lo encarnan. Dos, rodearse de una parafernalia ostentosa y cara que visibilice la distinción de los poderosos con respecto al común de la gente. Ahí es donde entran los coches oficiales de lujo (en España hay tantos como en todo Estados Unidos), los despachos reformados y redecorados a capricho y el ejército de secretarios, ayudantes, asesores, escoltas y demás servidores. Tan importante como mandar, o más, es demostrar que se manda mediante esta clase de signos externos que acabamos pagando precisamente los mandados. No conviene olvidar, por otra parte, que las autonomías apenas recaudan impuestos; es decir, que eluden la parte más molesta de la gobernación, y se dedican fundamentalmente a la parte más agradable, invertir y gastar.

Quizás no sean conscientes los jefes autonómicos dispendiosos de que su conducta, aparte de éticamente reprochable y en algún caso escandalosa, puede acarrear consecuencias políticas negativas para ellos mismos. Recuerden esto: los últimos años de gobierno de Felipe González estuvieron marcados por la guerra sucia antiterrorista y los casos de corrupción, pero la ciudadanía convivió tan ricamente con ambos fenómenos y sólo reaccionó en contra cuando llegó la crisis económica post 92. Con la que tenemos hoy en todo lo alto será muy difícil que la gente que lo pasa mal y teme pasarlo peor acepte sin indignarse los excesos de Touriño, Benach y quien se tercie. Ahora el poder está más bajo sospecha.

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